Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
¡Qué puro es tu amor, Dios mío! Es el amor de un espíritu por otro espíritu. Ignora lo que San Pablo llamaba la carne, y ella lo ignora también. No pertenece a su mundo; está infinitamente por encima de ella. Más aún: le hace la guerra, y una guerra despiadada. Para que pueda vivir, para que pueda desarrollarse a su gusto en nosotros, es menester que la carne se doblegue, se vaya desecando poco a poco y acaba por morir. De esa misteriosa pugna es nuestra alma a la vez teatro y premio. ¡Feliz mil veces Aquella que, para unirse a Ti, no tuvo que padecer esas crucificantes, pero necesarias purificaciones del amor!
¡Qué fuerte es también tu amor, Dios mío! Podemos apoyarnos sobre él con toda seguridad, pues jamás se nos zafa. El alma que a Él se une llega a ser tan firme e inmutable como Él. Puede sentir en sus facultades sensibles el inevitable flujo y reflujo de las emociones, pero su fondo íntimo no es turbado por ellas. Descansa sobre la tierra firme de tu amor. Si la tentación trata de inquietar su paz, el alma interior no tiene que hacer sino adherirse más firmemente a tu amor, para reducirla a la impotencia y para verla desaparecer. Tu amor es su refugio, su fortaleza. Allí está en seguridad. Nadie podría alcanzarla. La protege por todos los lados. La envuelve por todas partes. Es esa nube, luminosa y tenebrosa a un tiempo, que la guía y la oculta. El alma se siente verdaderamente rodeada de una influencia misteriosa que la robustece, la da confianza, la reconforta y la vivifica deliciosamente.
¡Qué abundante es tu amor, Dios mío! Es un tesoro. Contiene todos los bienes. Es inagotable. Todo me viene de él. Es el primer don totalmente gratuito y totalmente gracioso. ¿Por qué me has querido, Dios mío? Únicamente porque has querido y porque eres bueno. Al darme tu Corazón, me lo has dado todo. ¿No eres Tú el poder infinito? ¿Y no está ese poder como al servicio de tu Amor?