Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Los signos del afecto de Dios revisten dos formas muy diferentes: tan pronto son agradabilísimos y muy dulces, como son dolorosos y crucificantes. Dios exalta el alma, y la rebaja. La colma, y luego la aplasta.
Pero la une siempre. Sí; a pesar de lo contrario de las apariencias, los contactos crucificantes unen profundamente. Y no pensamos solamente en las pruebas purificadoras del alma, preludio obligado de la unión: pensamos, sobre todo, en esos dolores redentores que experimenta tan a menudo el alma que llega a la unión transformadora y perfecta. Hay allí una comunión real con los sufrimientos de Jesús Crucificado. Hay, pues, unión, y tanto más intensa cuanto más profundos son los dolores. ¿Cómo explicar este misterio? Parece que San Pablo nos da la clave cuando dice: Estoy crucificado con Cristo. ¡Qué unión en el sufrimiento y en el amor! El alma interior está también verdaderamente clavada en la Cruz con Jesús, y por el mismo Dios, según parece. Es que cuanto más querida es un alma a su Corazón de Padre, más quiere que sea imagen viviente de su amado Hijo. De ahí el cuidado que pone en mantenerla siempre sobre la Cruz. Le hace comprender de una manera sobrecogedora que Él, el Amor, no es amado; que ella misma no le da todavía todo el amor que podría darle. Le dice también que Él, que es la Verdad, no es conocido y que ella misma no lo contempla lo bastante. Entonces el alma siente que su corazón se deshace de dolor, y en ello hay un goce secreto inefable. Es el gozo de la caridad terrenal, imperfecto sin duda si lo comparamos con el goce del cielo, pero muy superior a todas las felicidades de la tierra. Sí, el sufrimiento bien aceptado une a Dios. Diríamos que es una mano de hierro de la que primero sentimos toda la dureza, pero que aprieta al alma cada vez más deliciosamente sobre el Corazón de Dios. La amargura va disminuyendo sin cesar, el gozo va siempre en aumento y la unión se hace más íntima a cada dolor mejor aceptado; si no siempre es más sentida, al menos es siempre más perfecta y más profunda.
Es que para sufrir bien hay que amar mucho, y que en esas condiciones, y, por otra parte, en igualdad de circunstancias, cuanto más y mejor se sufre, más y mejor se ama. He ahí por qué el sufrimiento es un signo tan precioso del afecto de Dios.