Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Dios va revelándose progresivamente al alma interior. Le hace entrever algo del Poder y de la Sabiduría con que gobierna al mundo. Sus manos son fuertes como las de un obrero vigoroso, y flexibles como las de un artista genial. Nada escapa a estas manos divinas. Nada se le resiste. Lo dirigen todo, hombres y cosas, hacia donde les place. De esas manos salen maravillas, que son como otras tantas piedras preciosas que las adornan. La Esposa se percata de lo que ese Obrero divino realiza en ciertas almas, de las obras maestras que sabe sacar del barro humano. El alma queda absorta de admiración ante todo ello. ¿Pues qué puede haber más bello, Dios mío, que el espectáculo de tu Amor en lucha con un alma? ¡Qué argucias, qué delicadezas y, a veces, es cierto, qué golpes tan tremendos para desligarla de todo! ¡Qué paciencia para purificarla a fondo, qué generosidad y qué arte para embellecerla, qué ardor para abrasarla, qué aliento tan poderoso para levantarla por encima de todo, aún de ella misma, para que pueda amarte sin medida y predicarte sin miedo! ¿Qué puede haber más hermoso que un alma de Santo? ¿No es Dios quien la ha hecho lo que es por el poder de su gracia? ¡Dichoso el que ve las manos de Dios trabajando en el mundo!
En su fondo, la materia prima de este trabajo divino es la misma. Sin embargo, el estado inicial de esta materia difiere mucho, según los casos. Hay almas que nunca han conocido el pecado, al menos el pecado grave. Hay otras que estuvieron sometidas a su tiranía, pero por poco tiempo. Las hay, en fin, que descendieron todos los grados del abismo y vivieron en él largos y tristes años. Pero al Poder divino le importa poco, pues lo domina todo. Lo mismo puede hacer un Santo de un pecador endurecido que de un alma inocente Y, a veces, lo hace. Nada hay tan bello como ver la mano divina trabajando. Arranca del barro, lava, purifica, talla, corta, pule, transforma. Y no opera sólo desde fuera, sino, sobre todo, desde dentro. Sólo ella puede hacerlo. Incluso cuando se sirve de un instrumento es ella, en realidad, quien trabaja con él y por él.
Es hermoso ver cómo se transforman poco a poco las almas bajo la acción divina. Son como otras tantas maravillas que salen de los dedos hábiles del Obrero divino, como piedras preciosas destinadas a adornar la Jerusalén celestial, tan numerosas, tan variadas en su forma como en su tonalidad y, por decirlo todo en una palabra, tan arrebatadoras y tan bellas. Aquí abajo sólo conocemos algunas de ellas, y, además, las conocemos mal. Para que se revele su belleza hace falta la luz del cielo. Sólo allí podremos admirar toda su riqueza y la gracia de las manos poderosas y ágiles de donde salieron.
Dios es soberanamente Hermoso, la Belleza misma subsistente, el Ser único al que nada falta de lo que conviene, que es, desde siempre, infinitamente perfecto y en el cual todo es orden, unidad, simplicidad, puesto que todas las perfecciones posibles e imaginables forman en Él una sola y misma realidad con Su esencia. Dios halla en el conocimiento que tiene de Si mismo un goce infinito. Es el eterno admirador de su eterna Belleza. Es, pues, la verdadera fuente y el modelo de toda belleza.
Cuando me dejo distraer de Ti, Dios mío, me parece que abandono la región de la luz para entrar en la de las tinieblas. ¡Hiere tanto los ojos todo lo que no eres Tú! Para quien te ha entrevisto sólo una vez en tu inaccesible luz, ¡es ya todo tan deforme y tan feo! Incluso las criaturas que más te reflejan resultan entonces casi dolorosas de ver. ¡Ellas no son Tú, Dios mío! Y eres Tú lo que el alma quiere contemplar cada vez mejor, cada vez más fija y más profundamente. La frase de San Agustín 12 vuelve constantemente a nuestros labios!: «Belleza siempre antigua y siempre nueva, te he conocido demasiado tarde, te he amado demasiado tarde!»
Sí, Dios mío, Tú eres todo Bondad, todo Belleza, todo Gracia. Tú has hecho muchas criaturas bellísimas y, sin embargo, su belleza no puede contar junto a la tuya. Todo lo que hay de bello y de bueno viene únicamente de Ti. Y lo que das, no lo pierdes, pues lo posees infinitamente.
¡Oh!, hazme comprender, a mi que quiero ser dichoso, que toda felicidad, que toda alegría está en Ti. Si yo supiera ir a Ti, embriagarme con tu Belleza, alimentarme con tu Bondad, regocijarme con tu Alegría, saborear sin fin y como sin medida tu Felicidad! Porque todo eso es posible, todo eso es cierto, todo eso es necesario: «Amarás...», y, por consiguiente, serás bueno con mi Bondad, embellecerás con mi Belleza, te embriagarás con mi dicha. ¡Oh Dios mío, que sea ahora, ahora, y siempre!