terça-feira, 30 de abril de 2013

FECUNDIDAD DE LA CRUZ

Robert de Langeac
La vida oculta en Dios


Tu Esposa, Dios mío, domina el mundo desde lo alto de su amor. Pero su dominación nada tiene de duro ni de tiránico. Es todo benignidad y bondad. Esta alma ha sido situada graciosamente por encima de las demás. Ella lo sabe y lo vetan claro como el día.
Nunca lo olvida. Si contempla las cosas desde lo alto y desde lejos, es para poder iluminar a los que están en la noche y para dirigir hacia Ti a los que podrían extraviarse. Si vive sobre las cimas y cerca del cielo, es también para hacer subir a ellas a quienes están atascados en la tierra o a los que amenaza tragarse el mar. Tú lo quisiste así, divino Salvador Jesús; elevado a la Cruz, atraes todo hacia Ti. Toda alma unida a Ti por el amor eleva al mundo.


¿De dónde viene este poder sobre las almas y sobre el mundo? Sin duda del amor, pero de ese amor que se alimenta de sacrificios. Hay que decirlo: la vocación a la vida interior profunda es una, vocación al martirio. Efectivamente, el alma llamada por Dios no sólo debe pasar por las duras refundiciones de su sensibilidad y por las impotencias, todavía más dolorosas, de sus facultades superiores obligadas, como, a pesar suyo, a renunciar a su manera normal y natural de obrar, sino que se le piden nuevas inmolaciones, no tanto para ella como para los demás. Sufre por no poder amar a su Dios como Él merece serlo.

Sufre al verlo tan poco conocido y tan poco amado. Más aún: siente gravitar sobre ella con todo su peso al mundo y sus pecados. El misterio de la agonía y de la Cruz se renueva para ella, y comulga en él en la medida de su amor. Su vida, como la de Jesús, es «cruz y martirio». Pero hay que decirlo también: es un martirio amado. ¿Qué mejor prueba de afecto puede dar a Jesús y a sus hermanos que aquélla? ¿Dónde encontrar una prueba de amor más auténtica? Y el fruto de la caridad es el gozo, un gozo totalmente espiritual, gustado en lo más íntimo del alma y compatible con el verdadero dolor, que llega a ser como su fuente. ¡Qué no sufriría Jesús sobre la Cruz! Y, no obstante (sin hablar de la visión beatífica), ¡cuál no sería su gozo al glorificar a su Padre y salvar a sus hermanos por sus mismos sufrimientos! Profundo misterio, es cierto, ¡pero cómo ilumina el de las almas esposas y víctimas y cómo hace entrever el de su dulce Madre, Nuestra Señora de los Dolores!

He ahí por qué semejante alma atrae al Rey de Reyes y lo cautiva. ¡Se siente tan dichoso al encontrarse en ella y al poder hacer que los hombres se beneficien por ella de los frutos de su inmolación! Para Él es como la renovación de los goces del Calvario, puesto que sus sufrimientos no pueden ser renovados. Y puesto que esta alma comprende tan bien sus deseos y realiza tan bien sus voluntades, ¿por qué Él, a su vez, no había de cumplir todos los deseos de su Esposa? Y eso es lo que se produce. Dios pone a su disposición todos sus tesoros. El alma puede sacar de ellos lo que quiera y distribuirlos a su arbitrio. A causa de la profunda armonía que entre ambos existe, nunca hay que temer un conflicto en este aprovechamiento. Si fuese necesario, Jesús sabría hacer comprender, desde dentro, que tal empleo no responde a sus planes, y el alma, inmediatamente, renunciaría a él sin pensar más. El alma es verdaderamente reina. Tiene todas las cosas bajo su dominación; las gobierna, tiene la impresión de que participa en tu monarquía universal, ¡oh Jesús!, y de que lo dirige todo contigo y por Ti al único fin de todo: a la gloria de la adorable Trinidad. Desde ahora, nada la sobresalta, nada la turba en su fondo. No solamente sabe y cree, sino que, en cierto modo, ve cómo todas las cosas se mueven para tu gloria, Dios mío, y para el bien-de los que te aman: "Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman" (Rom. 8, 28) incluso sus pecados, añade San Agustín.

El filósofo soñaba con encontrar por su pensamiento el orden del mundo para contemplarlo; pero el alma unida a Ti, Dios mío, lo contempla sin esfuerzo y desde mucho más arriba.