Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Nada es tan dulce al corazón de tu Esposa, Dios mío, como oírte hacer el elogio de su propia belleza. Y no por vanidad de su parte; no, en absoluto. Demasiado bien sabe que todo lo que tiene lo tiene de Ti. Lo que le agrada es agradarte. Lo que le encanta es encantarte a Ti. Toda alma que comprende lo que Tú eres no debería tener otra ambición que ésa: atraer tus miradas y retenerlas por su auténtica belleza.
Después de tantos trabajos y de tantas penas, tu obra está, pues, acabada; la contemplas. Y te agrada tanto a Ti, el Divino Artista, que la declaras perfecta y bellísima. Este elogio, tan precioso, se lo dirigen a toda alma cuando entra en tu cielo. Pero tu amor no siempre puede esperar este momento. Quiere expresarse cuanto antes. Le cuesta mucho callarse. Y habla. Dice una sola frase, ¡pero qué frase! «¡Qué hermosa eres, Amada mía! Tota pulcra es, Amira MEA eres lo más bello que hay en el mundo. Necesito decírtelo. No temo hacerlo. Es verdad. Tu corazón está dispuesto para oírlo. Sí, Yo, tu Dios, Yo te lo digo; no lo dudes un instante: eres bella con la verdadera belleza. Y lo serás siempre. Alégrate.»
Por lo demás, hay en tu voz un acento que no engaña. La emoción que sobrecoge al alma hasta el fondo no puede tener otra causa que Tú. Sólo Tú puedes obrar en ese centro interior. Sólo Tú puedes derramar allí una tal paz, una tal seguridad, una tal beatitud. Por los frutos se conoce al árbol. Por la obra se conoce al obrero.
De tu Gracia, Dios mío, podemos decir que «es más bella que la belleza». Hay en ella un encanto infinito. Cuando invade, pues, un alma, le comunica ese encanto delicado, penetrante, delicioso, indefinible. Esa Gracia está hecha de dulzura, de armonía, de agudeza, de claridad también, pero tamizada y como puntualizada.
En ella nada choca, nada sorprende, nada se impone a viva fuerza. Ejerce su imperio sin permitir casi que se percate uno de ello. Envuelve en una atmósfera de paz, de silencio y de santidad. Se la admira sin esfuerzo y sin cansancio. Hace olvidarlo todo. Se hace olvidar a sí misma, para hacerse paladear mejor. Tiene algo humilde, modesto, en su manera. Sí, la Gracia, tu Gracia, es «más bella que la belleza».
Pero la belleza y la Gracia de un alma Interior se armonizan muy bien con la fuerza. El alma interior es un alma enérgica. Ha combatido y continúa combatiendo el buen combate. Es un alma conquistadora, que espanta a los demonios y a sus desdichados prisioneros. Un alma interior hace más daño a tus enemigos, Dios mío, que más de cien que no lo son. Por si sola vale como un ejército. Por lo demás, no lucha sola. Tú le das siempre soldados, y buenos soldados. Ella los instruye. Los forma. Les imbuye su ardor. Les comunica su energía. Los lanza al asalto. Les asegura, por fin, la victoria. En todas las épocas has enviado a tu Iglesia algunas de esas almas valientes, terribles como escuadrones ordenados, y que lo han salvado todo cuando todo parecía perdido.
«¡Danos, Señor, almas verdaderamente interiores!»