Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Hablar, y sobre todo cantar, es expresar en alta voz, sin temor, con felicidad, con entusiasmo, aun los sentimientos más íntimos del corazón con respecto a Ti. Tú tienes derecho, y pleno derecho, a esa manifestación sensible de la estima que el alma te tiene y del afecto que por Ti siente. Por lo demás, esa ley se impone imperiosamente al alma interior, al menos en ciertas horas... Pues si entonces le fuera preciso callar su amor, se ahogaría.
Es preciso que hable, es preciso que cante, aunque esté sola. Verdad es que Tú estás siempre allí para escucharla, y eso le basta. Su voz agrada a Dios, y una voz que agrada de ese modo puede decirlo todo. Canta así con todo su ser. Diga lo que diga o haga lo que haga, todo está en calma, todo está tranquilo, todo está en orden en esta alma; impone, sobre todo, un sello de dulzura, de armonía y de paz que alegra a su Dios. Pues, para Él, su voz es dulcísima y muy agradable.
¡Qué bien recompensada queda de sus esfuerzos el alma interior, Dios mío, cuando te oye afirmarle que todo lo que dice, todo lo que hace, todo lo que sufre, se convierte en una voz melodiosa que sube hasta Ti y que te encanta! Nada hay ruidoso, duro e hiriente; pero nada tampoco amanerado, en esta voz que tanto te
agrada. Por el contrario, hay algo ágil y gracioso, firme y dulce, armonioso.
Y si pensamos ahora que otras almas -cuya actividad, interna y externa, perfectamente acorde con tu voluntad, se transforma en una melodía semejanteunen su voz a la de ella, creeremos oír muy por encima del fragor del mundo una incomparable sinfonía, verdadero eco y verdadero preludio del eterno Cántico. Cerraos a la tierra y abrid esa ventana de vuestra alma que da hacia el infinito. Permaneced el mayor tiempo posible en esa misteriosa soledad frente a ese horizonte ilimitado, aunque nada veáis todavía, y respirad a pleno pulmón el aire divino.
Escuchad el canto de esas desconocidas almas silenciosas que aman a Dios cuanto pueden y que saben decírselo sin ruido de palabras, con sólo los latidos de su corazón, todo él llama y fuego. Resuena constante en esa inmensidad. Que vuestro canto de amor se una al suyo, al de María y al de José, al de los ángeles y al de los Santos.