Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
El alma interior es elevada, pues, por encima de sí misma. Se encuentra situada no sólo por encima de sus facultades sensibles, sino también por encima de sus facultades intelectuales; inteligencia y voluntad. Ha sido llevada por Dios hasta esa alta cumbre, hasta esa aguda cima del espíritu que parece tocar el cielo. Allí, sosegada, tranquila, silenciosa, pero viva y amante, oye la voz de su Dios, que le dice esta sola palabra: «Mira.» Es la hora de las iluminaciones, de las revelaciones íntimas, de las confidencias y de los secretos. Los ojos se abren. El alma ve la tierra como la ve desde el cielo. El alma ve el cielo como deberíamos verlo desde la tierra si supiéramos mirar. Contemplación que abarca todo, cielo y tierra, en una única mirada de profundidad infinita.
Si el Amado tiene que hacer alguna confidencia, escoge ese momento. Y sin ruido de palabras, casi sin que el alma se dé cuenta, le dice lo que quiere decirla. Al volver a su vida ordinaria, el alma conserva un recuerdo general, impreciso, pero muy real, de haber sido instruida por Él. Luego, en el momento oportuno, esta enseñanza escondida en el fondo de sí misma se le aparece simplemente, sin esfuerzo, con un carácter neto, preciso, firme, seguro y práctico que la asombra y entusiasma. Bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de Amor ha germinado la misteriosa semilla y se abre dulcemente en el instante deseado. Y aunque el Verbo divino se haya contentado con acercar a Él esta alma amada, como Él es luz, el alma ha ganado luminosidad por participación. Al volver en medio de las cosas, aquella, alma no las ve ya con los mismos ojos, no las aprecia ya del mismo modo. Ha cambiado respecto a ellas y las cosas ya no le hablan la lengua de antaño.