Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
El mal que padece y del que se queja tu Esposa es misteriosísimo. Pero Tú que lo has causado, Dios mío, lo conoces bien… Empezaste por hacerle en el corazón una heridita tan pequeña que apenas si el alma podía sentirla. Luego, poco a poco, se ensanchó. Se hizo más profunda. El alma ya no fue sino una llaga que nadie sabía curar, y a la que todo avivaba y hacía sufrir. El dolor que destilaba esta llaga, por otra parte delicioso, llegó a ser intolerable. El alma gemía, se quejaba, gritaba. Bien sabía ella que no había más que un remedio para su mal: un amor más grande que la liberase de su cuerpo, la hiciera morir y la arrojase por fin y para siempre en tus brazos. Por lo menos ella quena sentir junto a si a su único Médico, que eras Tú, Dios mío. Pero Tú no heriste tan profundamente a esta alma amadísima sino para llenarla de Ti mismo. Tú eres el alimento de la llama que encendiste; aliméntala, pues; no puede vivir más que de Ti.
Todas las almas, Dios mío, deberían ser heridas por este misterioso mal. ¿No eres Tú la Bondad perfecta y la Belleza infinita? Nuestro corazón, hecho por Ti, ¿no está hecho para Ti? ¿Por qué, pues, hay tan pocas almas que te amen de veras?
Pero no hemos de volvernos contra Ti, Dios mío, sino contra nosotros mismos. Pues Tú te mantienes a la puerta de nuestro corazón, y llamas a él de mil maneras. Pero nosotros no oímos tu voz, pues hay en nosotros demasiado ruido. O si la oímos, no nos decidimos a abrir y a darle para siempre y por completo nuestra voluntad. En el fondo, nuestra alma está enferma, y de un mal que la mata; el amor de si misma; cuando debería estar enferma de un mal que la haría vivir en plenitud y para siempre: el mal de tu amor, Dios mío. ¡Señor cúranos del mal humano! ¡Señor, enférmanos del bien divino y que esta enfermedad nos haga morir!