terça-feira, 2 de abril de 2013

EL SUEÑO DEL ALMA EN DIOS

Robert de Langeac
La vida oculta en Dios


La vida de intimidad entre Dios y el alma empieza. Están siempre juntos, no se abandonan. Quien ve al uno ve a la otra. Diríamos que no son más que uno solo, aun cuando sigan siendo perfectamente distintos. Pero hay horas en que esa intimidad se hace mayor. Son las horas en que al cesar la actividad exterior, el alma interior vuelve a encontrarse a solas con su Dios y descansa dulcemente a su lado. Sobreviene entonces el gran silencio, el recogimiento profundo, la conversación a media voz, entrecortada por largas pausas, en las que no se oyen más que los latidos del corazón, Momentos de quietud, de verdadero y tranquilo reposo de la voluntad en Dios.

Cuando el alma interior está unida a su Dios, en lo más intimo de sí misma, duerme totalmente. Su grado de unión es la medida de su misterioso sueño.

Se ha hecho en ella un gran vacío, luego una gran calma y, por fin, un gran silencio. Duerme totalmente. Ya no oye nada, ni ve nada, ni piensa en nada concreto. Sin embargo, vive, ama. Diríamos que ha retirado de si todo el vigor que daba a sus facultades. Ha hecho que todo descanse. Pero es para mejor amar.


Concentra todas sus fuerzas en su corazón. Amar, solamente amar, amar cada vez más es su único deseo y su única ocupación. Parece muerta y vive más intensamente que nunca...

Antes estaba más o menos distraída de Dios merced a las cosas. Actualmente, por el contrario, está distraída de las cosas por causa de Dios. Dios la ocupa enteramente. Se ha adueñado de ella, en alma y, a veces, en cuerpo también.

Puede así decir el alma, y quienes se percatan de su estado pueden decirlo también, que «ya no está aquí». Y es muy cierto. Pues «el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde anima» Y ahora, ama. Y ama a Dios. Luego está en Él.

En fin, el alma así dormida es verdaderamente dichosa. Participa de la misma dicha de Dios. Esa dicha la invade por completo. La penetra sin que ella sepa cómo. No se pide entonces al alma ningún esfuerzo; no tiene más que recibir y que gozar en paz. Y eso es lo que hace, sencillamente. Nada puede dar una idea de este goce totalmente divino. No se parece a ninguno de los goces de este mundo. Es de orden muy diferente. Tiene una esencia distinta, por lo mismo que viene de otra fuente. No podemos encontrarle ningún término de comparación.

Hay que hablar de él, pero siempre se hace mal, pues las palabras del lenguaje humano no pueden traducirlo. Lo que cabe decir es que está por encima de todos los bienes y a una distancia de ellos inconmensurable. El alma que lo experimenta tiene, pues, el derecho de gustar en paz su dicha y de permanecer dormida para el mundo todo el tiempo que le plazca.