Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
A veces, Dios mío, después de haber elevado el alma interior hasta Ti y de haberle hecho gustar los goces de tu intimidad, luminosa y sosegadamente, te place volver a dejarla caer, de pronto, hasta el fondo de su miseria nativa. La envuelven entonces las tinieblas, el frío se adueña de ella y la paraliza, y suben hasta sus labios oleadas de amargura. Le parece que su dicha no fue más que un sueño. Se siente más «pecadora» que nunca. Todo en ella le parece fealdad y mancha. Nada es puro a sus ojos, ni lo que es, ni lo que hace. Se convierte en un océano de tristeza.
¿Quién sabe si volverá a conocer nunca la alegría de los días felices? ¡Están tan lejos, y, en cambio, el mal está allí, tan real, tan universal, tan tenaz y tan profundo...! Cierto que en lo más íntimo de sí misma le queda una sorda esperanza, pero es tan débil que apenas se atreve a creer en ella.