Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Al empezar la vida interior, el deseo de Dios es débil. Es algo sordo, apenas perceptible. El alma siente como un malestar misterioso y dulce que no llega a precisar. Se siente minada en lo más íntimo de si misma. ¿Por qué? No lo sabe claramente. El amor de Dios está actuando en su corazón, pero como un fuego que se incuba bajo la ceniza. De vez en cuando brota una chispa: un impulso eleva el alma hasta Dios. Luego, todo se serena. La oscuridad envuelve otra vez el fondo del alma. La zapa de ésta, sin embargo, no se interrumpe. Prosigue lenta, oscuramente, pero con segundad. El deseo de Dios aumenta: invade poco a poco toda el alma. Y no ha de tardar en manifestarse de nuevo.
En espera de ello, ese deseo de Dios no permanece inactivo. Si pudiéramos penetrar en esta alma, veríamos que él es quien inspira, dirige y vivifica todo en ella. El alma se vuelve hacia Dios sin descanso. Lo busca siempre. Es como un hambre dolorosa. Como una sed agostadora. Como una misteriosa enfermedad que nada cura y todo lo aumenta. Es de todos los instantes. No deja descansar ni de día ni de noche. Incluso cuando el alma parece estar distraída de su dolor por las ocupaciones exteriores, lo siente siempre sordamente en el fondo de sí misma.
Su herida es profunda, su llaga siempre está viva. ¡Cómo sufrimos cuando te amamos, Dios mío! Pero también, ¡qué dichoso es una padeciendo! Llega, por fin, un momento en el que este sufrimiento es intolerable. Acaba por explotar. El alma gime, llora. Clama en alta voz su pena. Le parece que abriendo así su corazón vendrá de fuera un poco de aire fresco para templar el fuego de su amor. Pero todos esos esfuerzos no hacen más que agravar su afortunado mal.
Comprende más claramente que nunca que sólo Aquel que causó su herida puede también curarla., Pues el alma tiene hambre y Él es su alimento. Tiene sed, y Él es su bebida refrescante. Es pobre, y Él es su riqueza. Está triste, y Él es su consuelo y su alegría. Agoniza, y Él es su amor y su vida: « ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?» «Muero porque no muero