sábado, 2 de fevereiro de 2013

Necesidad de las purificiones pasivas

Robert de Langeac
La vida oculta en Dios


Para amar a Dios, para amar a las almas como conviene, nos hace falta un corazón puro, desinteresado. Pureza de los sentidos, pureza del espíritu y de la intención: ésas son las dos condiciones y también los dos frutos de la verdadera dilección.

El amor que Dios derrama en nuestra almas es todo espiritual; es una participación de su Espíritu. Indudablemente puesto que Dios nos hizo compuestos de cuerpo y de alma, de materia y de espíritu, todo afecto sobrenatural debe repercutir normalmente en nuestra sensibilidad. No es el alma sola la que ama, es todo el hombre. Y si el pecado original no hubiera venido a turbar el orden establecido entre nuestras facultades, no tendríamos que inquietarnos de regular nuestra sensibilidad conforme a la ley de la razón y de la fe. Pues esta regulación se haría por sí misma y muy bien.

Pero puesto que el orden ha sido turbado, la primera tarea que se impone es la de restablecerlo. Puesto que nuestros sentidos buscan su satisfacción independientemente de la razón y a menudo contra ella, hay que disciplinarlos por un esfuerzo paciente y perseverante. Son servidores, no dueños. Tienen que informar, que ejecutar, y no les toca mandar y menos todavía turbar. Todas las veces que se descarrían fuera del camino recto, hemos de volverlos a él, de grado o por fuerza. Y el mejor medio de domeñarlos consiste en privarlos. Al principio murmuran, gruñen, incluso procuran amotinarse. Pero si la voluntad se mantiene firme, concluye con su insubordinación. Poco a poco se callan y acaban por obedecer. A cambio, y de vez en cuando, la voluntad deja que llegue hasta ellos, en la medida de lo posible, un poco de esa felicidad con que el amor divino la embriaga; y eso es para los sentidos un paladeo anticipado de los purísimos goces que el Cielo les reserva después de la Resurrección.


Pero la Gracia prosigue su obra; va ésta del exterior al interior, de los sentidos a la memoria, y sobre todo a la imaginación. La lucha se hace más dura; también más larga. El enemigo que hemos de vencer es de una agilidad y de una movilidad increíbles. En el momento en que creemos tenerlo por fin dominado, se nos escapa de las manos. Y, sin embargo, es de máxima importancia someterlo al régimen del amor. Corresponde, en particular, a la imaginación el cometido de aportar como a pie de obra a nuestro espíritu los materiales de donde ha de sacar éste todas sus construcciones. A su vez, el espíritu la utilizará para dar relieve, color y vida a sus pensamientos, a sus deseos, a sus voliciones. Sus órdenes pasan a través de ella, y es ella la que pone en movimiento todas las facultades de ejecución.

Nunca se dirá lo bastante cuánto importa al alma que quiere servir a Dios, tanto interior como exteriormente, el disciplinar a esta preciosa, pero terrible potencia mortificándola.

Es preciso, pues, que la imaginación aprenda también -ella sobre todo- no a preceder, sirio a seguir, no a ordenar, sino a obedecer, no a buscar lo que le place, sino a contentarse con lo que se la quiera dar. Si aun tu gracia, Dios mío, para purificarla más a fondo, la sumerge largos días en la amargura, el sufrimiento y la noche, ella tiene que aceptar esta prueba como justo castigo de sus descarríos, como necesario enderezamiento de sus vías oblicuas y tortuosas, y como indispensable preparación al papel que desde ahora tendrá que desempeñar bajo las órdenes de tu amor. Esta divina educación durará todo el tiempo que sea necesario para que los fines que Dios persigue estén asegurados. Pero también, ¡qué encanto para el alma interior cuando, una vez terminada esta tarea, se vea liberada por fin de esa importuna -cabría decir que de esa loca- y cuando se sienta reina de su propia casa y reina obedecida, respetada, amada!

Cuando la sensibilidad ha quedado así bien sometida a las órdenes del amor de Dios, todavía no se ha dicho, sin embargo, la última palabra de su obra purificadora. La labor más necesaria no se ha hecho aún, o al menos no está acabada. Pues el desorden entró en el hombre y se instaló en él por las facultades superiores. Será preciso, pues, que la Gracia vuelva a subir hasta esas alturas, penetre hasta esas profundidades, para reparar lo que el pecado destruyera, y para restablecer en una armonía suficiente lo que dividiera y enfrentase. En lugar de convertirse en la medida de las cosas, la inteligencia tendrá que adaptarse a la suya. Deberá ingresar en la escuela de las realidades salidas de las manos divinas y en la de las mentes más dóciles y más penetrantes que en el transcurso de los siglos estudiaron aquéllas y se esforzaron por verlas tales y como las ve Dios que las creó, es decir, como desde dentro. Deberá sobre todo, someterse a tu propia escuela, Dios mío, que eres la eterna Verdad.

Lo que le importará conocer por encima de todo es a Ti mismo. Pero nadie te conoce como te conoces Tú. Nadie sino Tú mismo puede, pues, decir lo que Tú eres. Claro que las criaturas le hablan ya mucho de Ti, ¿pero cómo van a revelarle lo que en el fondo ignoran, es decir, tu vida íntima? Cierto también que en tu bondad te dignaste enviarnos a tus profetas, y a tu mismo amado Hijo para que te explicase. Pero a Él y a todos ellos les fue absolutamente necesario emplear palabras humanas para cumplir tan santa misión, puesto que entonces hablaban como hombres que se dirigían a otros hombres. ¡Cómo lograr que el Ser Infinito que Tú eres pudiera contenerse en unas cuantas sílabas de nuestra pobre lengua! Los desbordas por todas partes. Y lo que de Ti nos dicen, lejos de calmar nuestra hambre, la excita y la aviva.

El ideal seria, pues, que pudiéramos entrar en tu escuela, que nos convirtiésemos en tus discípulos directos, ya que Tú estás dispuesto a. convertirte en nuestro Maestro. Pero entonces es cuando se nos impone la rigurosa purificación de nuestras facultades superiores, desde el mismo fondo de nuestra alma. Porque Tú, Dios mío, eres puro espíritu, y espíritu de santidad. Y para ser admitido en tu escuela, para escucharte, para comprenderte, para gustarte, es preciso ser puramente espíritu. Sólo que nuestra alma, hundida desde hace tanto tiempo en la materia, se halla ya como revestida de todas sus formas. Ya no sabe comprender y gustar sino lo que está en el orden de las cosas que caen bajo los sentidos. Y de tanto vivir en lo sensible ha olvidado su vida propia, que es la vida de un espíritu.

Es necesario, pues, que tu amor penetre en ella para purificarla y aun osaríamos decir que para refundirla. Tarea dura, y transformación dolorosa, pero muy necesaria.