Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
A mi juicio, lo que hace tan largos y tan aterradores los sufrimientos del Purgatorio son las ataduras conscientes, las infidelidades directa o indirectamente voluntarias, las resistencias, todo lo que hay de falta de conformidad entre nuestra voluntad depravada y la de Dios.
En las almas que han logrado elevarse hasta un grado de unión mística suficientemente alto, el desasimiento de todo lo creado puede hacerse sobre la tierra con una impresión crucificante muy dolorosa por dos razones: En primer lugar, por muy purificada que nos parezca un alma, puede tener todavía a los ojos de Dios y a los suyos propios algunos vínculos que la retengan y a los cuales haya de renunciar a toda costa. Los sabios modernos nos hablan de que en cada centímetro cúbico de agua existen de siete a ocho mil millones de microbios que, sin embargo, no vemos en ella. Pues en lo espiritual sucede lo mismo, que tampoco vemos esos átomos que, a los ojos de la santidad de Dios, parecen montañas, y lo son en realidad. «Porque tanto me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso; porque aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar» Pruebas que son como la traducción a lengua humana, al sufrimiento humano, del horror que tiene Dios por el menor pecado.
Otras veces, el alma está realmente purificada. Y aunque sufra, no tiene la impresión de estar separada de Dios. La profunda alegría que tiene de ser suya no puede perderse. Esa alegría coexiste con el dolor más intenso. Es como cuando Jesús conservaba la visión beatífica en Getsemaní y en la Cruz. Las pruebas, sufrimientos, tentaciones de todo género que sobrevienen ya no son purificadoras, sino redentoras. Vistas desde fuera y como superficialmente, tienen el aspecto de pruebas y de tentaciones de principiantes, pero son apostólicas, pues se trata de almas que se ofrecen por otras almas y que sufren exactamente lo que el alma pecadora o principiante sufriría en aquel estado. Es el caso de San Vicente de Paúl cuando padeció dos años, según creo, aquella terrible tentación contra la fe. O el de la última prueba de Santa Teresa del Niño Jesús, que mereció un nuevo florecimiento de la fe en el mundo. Pues por lo que a ella se refiere, estaba certísimamente purificada. O el de la Venerable María de la Encarnación cuando se ofreció por su hijo y por otra alma. Esa irradiación apostólica es cierta, pero no es infaliblemente atendida para determinada persona en particular.
Según San Juan de la Cruz, el alma elevada al matrimonio espiritual ha llegado al estado perfecto, por más que pueda aumentar todavía su caridad como un hombre que ha alcanzado su total desarrollo. Puede todavía merecer y producir frutos cada vez más sabrosos y abundantes. Pero su purificación ha terminado, la estructura interna de la gracia, de las virtudes y de los dones ha concluido.