Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
La intimidad consciente del alma con Dios no se mantiene constantemente en su grado máximo. Pues aunque en ciertas horas es muy viva, por lo común es más bien latente, sorda, semiinconsciente. En una palabra, todavía no es perfecta. En esos momentos demasiado largos que podrían llamarse los «pianissimos» de la vida interior, la unión sigue existiendo. Dios sigue siendo el bien del alma, y el alma sigue siendo el bien de Dios. Dios no duda del alma, como tampoco el alma duda de Dios. De una y de otra parte sigue existiendo la más delicada fidelidad.
Y con todo, sin embargo, a veces el Esposo divino parece alejarse. Si alguien preguntase entonces al alma interior: « ¿Dónde está tu Dios? ¿No te ha abandonado?», ella respondería con toda la sinceridad de su corazón: «Cierto que ya no disfruto tan vivamente de su presencia. Pero no me ha abandonado. Pues sé dónde está y lo que hace: Pastorea entre azucenas». Pues Jesús tiene otras ovejas a las que ama y de las que se ocupa. Y ellas constituyen su rebaño.
Pero Dios continúa ocultándose y pasan las horas. La esperanza persiste en nuestro corazón. Puesto que Dios se oculta, ¿no tendremos que buscarlo? Y si sigue ocultándose siempre, como es su derecho, ¿no será menester que lo sigamos buscando siempre, como es nuestro deber?
El alma interior debe entonces, sobre todo, proclamar muy alto y sinceramente, a pesar de que le cueste, el derecho de su Dios a entregarse cuando le plazca.
Todavía no ha mucho le bastaba con recogerse, con volverse hacia el fondo de sí misma para encontrar allí a su Dios y para disfrutar en paz del gozo de su presencia y de su posesión. Pero he aquí que ahora, por más que hace para volver a ese fondo íntimo que es como el lugar de su descanso para encontrar en él a «Aquel a quien su corazón ama», queda sola allí pues Dios así lo quiere. ¡Dolorosos momentos de la vida interior, en los cuales parece como si las gracias de antaño no hubieran sido más que un relámpago que se extinguió en la noche y que nunca más volverá a brillar ya! Si la fuerza divina no la sostuviera sin ella saberlo; si la paz, una paz de fondo, no le diera una cierta seguridad de que todo está bien así, el alma interior abandonaría su búsqueda y se desalentaría. Pero no hemos de hacer tal cosa, tenemos que perseverar siempre.
El alma interior no puede resignarse a la ausencia de Dios. Lo ha buscado donde solía encontrarlo, donde Él se dignaba entregarse a ella, es decir, en el fondo de si misma, pero ha sido en vano. ¿Qué hará entonces? Permanecer en una estéril inacción es imposible. El amor que no actúa no es verdadero. Puesto que el Amado no viene hacia el alma, el alma irá hacia Él. Me levanté y recorrí la ciudad... buscando al Amado de mi alma. ¿Pero dónde está? ¿Qué dirección tomar para encontrarlo? No puede estar más que en esa ciudad que es la suya, en la ciudad de Dios: «Si diéramos la vuelta a la ciudad, si visitásemos luego todas las plazas, si recorriésemos, una por una, todas sus calles, ¿no tendríamos la suerte de encontrarlo?»
Y así comienza esa ardiente búsqueda. El alma interior espera encontrar a Aquel a quien ama, antes que en ningún otro sitio, en el Cielo, puesto que Él vive allí. Y lo escudriña todo. Lo recorre en todos los sentidos. Suplica a los ángeles y a los Santos, sobre todo a la Santísima Virgen María, que le hagan descubrir a su Dios.
La escuchan con bondad. Se compadecen de ella. Le animan mucho a que persevere. Pero parece como si hubieran dado una consigna a todos sus amigos de la Ciudad celeste: «Callarse.» Su silencio es como un velo que envuelve y recubre al Santo de los Santos. El alma comprende que, a pesar de su vivo deseo y de su insistencia, ese velo no se levantará. Tú, Dios mío, eres un Dios oculto.
Sólo Tú puedes hacer la luz en las tinieblas y mostrarte al alma que te ama.
¿Cuándo lo harás?
El alma se vuelve entonces hacia las ánimas del Purgatorio. Tal vez le dirán ellas dónde se halla su Dios y cómo tiene que ingeniárselas para descubrirlo. Pero ¡ay!, que tampoco es más afortunada. «El mal de que padeces -le responden estas almas- es el mismo que nosotras sufrimos. No nos preocuparía el fuego que nos atormenta si poseyéramos a Aquel a quien nosotras amamos también tanto. Lo que aumenta nuestra pena, como aumenta la tuya, es que no sabemos cuándo ese Dios, tan justo y tan bueno hasta en sus rigores, se dignará entregársenos por fin. Nos parece que nuestro «mal de amor» no curará nunca ¡Pobre alma!, te diriges a quien es más desdichada que tú. Si tu Esposo se digna devolverte la alegría de su dulce presencia, acuérdate de nosotras y dile que venga a buscarnos cuanto antes.»
Es menester, pues que volvamos a esta tierra y que llamemos a la puerta de esas almas que sabemos están cerca de Dios. Por lo común, también ellas se esconden. Ocultan sobre todo cuidadosamente el secreto de su vida. Sin embargo, las barruntamos. Las medio adivinamos. Y discretamente, por miedo a que se nos cierren, las interrogamos: ¿Cómo haremos para descubrir el retiro de Dios?
¿Cómo atraeremos hacia nosotros a ese Dios tan bueno? ¿Cómo lo retendremos?
¿Cómo volveremos a llamarlo si está alejado? Habrá ciertamente un arte de agradarle y de conquistarle. ¿Conocéis a alguien que pudiera y quisiera enseñármelo? ¡Deseo tanto aprenderlo, pagaría tan caro por saberlo! ¿Quién se apiadará de mí? ¿Quién iluminará mi camino, quién me tenderá la mano, quién me conducirá hasta su término? ¿Quién me permitirá encontrar por fin, un Director?» Y todas esas preguntas quedan sin respuesta. Pues las mejores almas son impotentes para proporcionarla mientras Dios no quiera hacerlo. Y el alma desolada sigue repitiendo así el grito doloroso de su corazón: Busquéle y no le hallé.
Dios quiere que el alma interior esté humildemente sometida, como un niño, a quienes lo representan legítimamente sobre la tierra. Estaba esperando esta última actuación para recompensarlas todas de un solo golpe. Por lo demás, le gusta intervenir cuando toda esperanza parece perdida. Afirma así su independencia
absoluta. Quiere que sepamos bien que Él es libre de dar cuando le place y como le place. El alma no lo ignora. Y deja así a su Dios el cuidado de concretar la hora de la, recompensa. Entre tanto continúa su camino y prosigue su búsqueda. Y he aquí que su ardiente deseo es atendido. De repente se encuentra cara a cara, por así decirlo, con su Dios. Y como antaño María Magdalena, se oye llamar por su nombre. Y no puede decir más que esta sola frase: « ¡Dios mío!»
¡Qué alegría, Dios mío, para un alma que te ha buscado durante tanto tiempo y tan dolorosamente, la de encontrarte por fin! Si reflexionase, apenas se atrevería a creer en su dicha. Pero no reflexiona. Tu presencia paraliza, en cierto modo, su pensamiento. Tú estás ahí. Sus ojos interiores se clavan en Ti. Ya no ven más que a Ti. Están totalmente cautivados. No pueden desligarse de Ti. ¡Es tan bueno, es tan beneficioso, es tan dulce el contemplarte, oh Dios mío, oh «Belleza siempre antigua y siempre nueva!». Además que verte, aun de esa manera imperfecta y velada que permite nuestro destierro, ¿no es ya poseerte? Eso es lo que experimenta, el alma bienaventurada ante la cual te dignas aparecer. Le parece verdaderamente que lo que ve así lo tiene ya y que realmente toma posesión de ello. Y eso no es una ilusión de su corazón.