SEGUNDO DOLOR
El segundo hermano, amenazado de los mismos tormentos que el primero si no come carne de puerco, responde en su lengua paterna: "No haré nada". Estando a punto de dar el último suspiro dice al rey: "Abominable bandido, tú nos haces perder la vida presente, pero el Rey del mundo nos resucitará para la vida eterna después que hayamos muerto por sus leyes”[1]. Cuando María, acompañada del Justo José y llevando al Sol del mundo huía a Egipto, el doloroso clamor de Raquel llorando a sus hijos debió huir con Ella a la soledad y llenar con sus vibraciones dolorosas el enorme silencio del desierto. Ni los espacios recorridos, ni la duración del destierro, ni las agonías de esta permanencia en el mundo crepuscular de la gentilidad, todavía ahogada a medias en las horribles tinieblas de la novena Plaga, nada fué capaz de separar o de debilitar las impresiones terribles de este concierto de sollozos que había saludado en Belén la aparición del Príncipe de la Paz. Era la ley de la Encarnación, la ley que envolvía a Jesús y que empezaba su obra. María veía qué hermana cruel había sido para las madres de Belén, que la habían visto la noche de Navidad errar sin asilo en las calles mientras ellas acariciaban con una seguridad tan extrañamente profética a aquellos que la Iglesia llama Las Flores de los Mártires.
"Renovando el milagro que había operado para San Juan Bautista, Nuestro Señor, dice el Padre Faber, confirió a esos niñitos, en el momento de su martirio la plenitud de la razón, con gracias inmensas y magníficas, de suerte, que ellos, "han de verle en el esplendor de su fe, aceptar la muerte voluntariamente por amor de Él y acompañar su sacrificio con "actos de lo más puro de santidad y de heroísmo sobrenatural”.[2] La Matanza de los Inocentes pertenece al segundo Dolor de María y fue sin dudas el filo más cortante de la segunda espada de su Transfixión. Como Reina de los Mártires, esa era su fiesta de feliz advenimiento. Esos niñitos que la Iglesia ha puesto en el primer rango de sus Santos, han tenido el honor de investir a la Madre de Dios con el manto de púrpura, muriendo en el lugar de su Hijo las cinco otras espadas que el porvenir le reservaba y que no hubiesen sido posibles sin esta substitución. María, que llevaba todo el cielo en sus brazos, debió sentir estas cosas a una profundidad que el ojo humano no penetra ni el oído oye y hasta la cual el corazón del hombre es incapaz de descender... Y todo el tiempo que duró la Huida extraña al país de las Esfinges y de las angustias, su Corazón debió palpitar con este recuerdo, en el doble abrazo de una incomparable gratitud y de un incomparable temor.
En cuanto a Herodes, hace cerca de dos mil años que los Santos Inocentes le repiten para su desesperación las palabras de su Precursor, el segundo hijo de los Macabeos. Herodes y Antíoco, esos dos monarcas atormentadores, ven sin duda ahora con la más terrible evidencia, por cuál ley mueren los hijos de Dios y de qué manera el Señor es consolado en sus testigos.Los niños del libro de los Macabeos dan su vida por la ley de la Encarnación, en vista de la cual fueron hechas todas las otras leyes, y que terminó por devorarlas, como la serpiente del sumo sacerdote Aarón devoró todas las otras serpientes, y los niños de Belén, a su vez, son degollados para ser las primeras flores de púrpura de la Redención del Verbo crucificado, siguiendo aquella otra Ley, consecuencia de la primera, que quiere que la carne más pura sea inmolada antes que el Inmolador aparezca.
[1] II Mac., VII, 8, 9.
[2] Bethléem, Cap. IV.