Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Toda alma que te quiere, Dios mío, es un alma fuerte, y su fuerza aumenta con su amor. Cuando te ama con todo su corazón y cuando su corazón es grande, su fuerza llega a ser una verdadera potencia. ¿Cómo sucede eso, Dios mío? Es que el amor une a Ti. Cuanto más profundo es, más perfecta es la unión contigo.
Pero Tú eres el Dios fuerte. Todo ésta sometido a tu poder, el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres. Nada sucede en el mundo sin expreso permiso de tu parte; no puede desaparecer una nación, ni morir un jilguero, sin que Tú lo hayas permitido. Ahora bien, el alma que te está íntimamente unida por el amor comulga en tu poder y participa de tu fuerza. Llega a ser, para las demás, una fuente de vigor y de energía. Ordena, y la obedecemos; exhorta, y progresamos; camina valerosamente hacia Ti, y la seguimos; se lanza hacia las alturas, y hace que los demás subamos hasta allí con ella. Lo que añade mucho al encanto de esta alma es la gracia con que se desarrolla su vida y se despliega su fuerza. Tú, Dios mío, lo haces todo con dulzura y firmeza, suaviter et fortiter. El alma que te está íntimamente unida participa tanto de esta suavidad como de esta fuerza.
Todo en su acción es medido, ponderado, equilibrado, armonizado. Habla como conviene hacerlo; se calla cuando es mejor callarse. Se adelanta si es preciso; se esfuma muy gustosa y sin siquiera hacer notar que se borra. Y así en todo. Eso es lo que da tanto encanto a su acción. Tiene un algo acabado, perfilado, completo, perfecto, que extasía. Nada encontramos que sobre en ella. Nada le falta. Es un fruto hermoso y bueno, de aspecto agradable, de sabor delicioso. Hay allí algo divino. «Hizo bien todas las cosas».