Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
El bien se difunde de modo espontáneo. El alma interior, rica en Dios, lo da al que se lo pide sinceramente, a unos más, a otros menos, según la voluntad de Dios y las disposiciones particulares de cada cual. Uno recibe treinta, otro sesenta, otro ciento. Pero todos padecen su benéfica influencia.
Da a todos y se da toda a todos. Lo cierto es que de su afecto inteligente, abnegado, desinteresado, sobrenatural, puede decirse lo que se ha dicho del amor de una madre por sus hijos: «Cada uno tiene su parte, y todos lo tienen integro.» Así como no hay bien «que pueda entrar en comparación con Dios», que es el Bien absoluto, tampoco hay limosna comparable a la que el alma interior distribuye a todos los que a ella vienen con el corazón ávido de ese Bien de bienes. El alma interior ejerce, en efecto, un verdadero atractivo sobre las demás almas, principalmente sobre aquellas en cuyo interior actúa la gracia. Éstas comprenden como por instinto que existe una misteriosa armonía entre ellas y esa alma privilegiada. Vienen, pues, hacia ella confiadas. Se sienten seguras a la sombra de esta alma. Están persuadidas de que si pueden contarle sus penas, sus temores, sus deseos y sus esperanzas, no sólo serán comprendidas, lo que ya es mucho, sino que se verán iluminadas, consoladas, fortificadas, reanimadas. En fin, que encontrarán así, de un golpe, todo lo que les falta. Y eso es verdad. He ahí por qué es tan preciosa un alma totalmente interior. He ahí por qué, aun viviendo lo más a menudo oculta, ejerce una influencia tan profunda.
Aunque piensa poco en su interés personal y se olvida gustosamente de sí misma -tal vez incluso a causa de eso-, el alma interior ve que todas las cosas resultan bien para ella. Todo lo que hace le sale bien. Es que, en el fondo, su voluntad, perfectamente unida con la voluntad de Dios, llega a ser tan eficaz como ésta. Lo que el alma emprende, lo emprende sólo para Dios y según Dios. Lo que hace, es Dios, más que ella, quien lo hace en ella y por ella. ¿Por qué asombrarse, pues, de sus éxitos? Incluso lo que parecen sus fracasos acaban, en fin de cuentas, saliendo de algún modo en provecho suyo. Sucede con ella como con Jesús. Que en la hora en que todo parece definitivamente perdido es cuando, al contrario, está todo definitivamente ganado. De la muerte sale la vida; de la humillación, la gloria. La última palabra sigue correspondiendo siempre a los amigos de Dios.