Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
La vida espiritual, salvo en su última fase, se desarrolla así: Lo perdemos, lo buscamos y volvemos a encontrarlo: «Estás ahí, Dios mío; soy feliz al saberte presente.»
Sí, Dios obra de ese modo. Viene y luego se va para que lo busquemos de nuevo.
¡Oh, cuándo acabaréis de comprender que hemos de buscarlo por Él sólo y no por el gozo que da su presencia!
Tenemos que recibir las gracias de Dios sin demasiado entusiasmo natural para no sentirnos demasiado abatidos cuando la gracia sensible disminuya. Conservad siempre una gran calma. Dios no actúa sino en la calma.
Cuando Jesús se esconde, nos tenemos que poner a buscarlo con todo nuestro corazón. No podemos vivir sin Él. Sin embargo, no podemos poseerlo siempre.
Tenemos, pues, que buscarlo, pero que buscarlo sin tregua.
Lo encontraremos en esa alma entenebrecida a la que iluminamos, en esa alma entristecida a la que consolamos, en esa alma abatida a la que alentamos, o en esa alma dichosa de Dios a la que admiramos y a la que envidiamos.
Lo encontraremos también en el Tabernáculo, en donde se esconde y en donde se da. Lo encontraremos en nosotros mismos, en el fondo nuestro propio corazón.
Está allí de un modo misterioso, que no es el de la presencia eucarística, pero que, sin embargo, es muy real. En el fondo, la manera de encontrar a Jesús, por todas partes, es la de llevarlo con nosotros mismos por todas partes, lo sintamos o no.
No os canséis de buscar a Dios. Decidle a menudo que se esconda en lo más íntimo de vosotros mismos y que os haga saber sin ruido de palabras que Él está allí de verdad y que está allí para vosotros. Permitidle que ilumine, que fortifique, que abrase vuestra alma. Pedidle que se digne gobernarla desde ese fondo íntimo
en el que se oculta y se revela a un tiempo.
Vuestro sufrimiento viene de que no veis. Haced con frecuencia esta oración del ciego: «Señor. Haz que vea»». Entonces, por no sabemos qué medio, una advertencia sobre vuestros defectos, una lectura o una palabra de Dios os iluminará y os dará la luz que buscáis.
Lo que me parece, que constituye un obstáculo es el temor. Por humildad, por timidez, tenemos miedo de Dios. No vemos en Él más que la Grandeza infinita, la Omnipotencia, la Majestad, y solemos olvidar la Bondad, la Misericordia, la infinita condescendencia de ese Dios que se hizo hombre por amor hacia nosotros. Él dijo: «Venid a mí todos» y tememos ir a Él. Él ha dicho: He aquí este Corazón que tanto amó a los hombres, y temblamos de ser amados por Él. Modicae fidei!