Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Hay Santos sobre la tierra, incluso en nuestros días, y Tú vives en ellos, ¡oh Jesús!
Sus ojos son como tus ojos; su mirada como tu mirada; su corazón, como tu Corazón. Es bueno encontrarse sobre el propio camino a otro que es como Tú mismo. Se siente uno feliz con sólo verlo y con sólo hallarse cerca de Él. ¡Pero qué decir de su intimidad! Habla poco. Escucha con gusto. Sobre todo, ama
mucho. Comprendemos, sentimos que es así. En su compañía experimentamos la necesidad de callarnos, de recogernos y de hacer oración. No atrae hacia él sino hacia Ti. Está allí, y casi le olvidamos, como él se olvida de si mismo. No sólo hace pensar en Ti, sino que acerca a Ti, une a Ti. Ésa es su gracia. Parece que una virtud misteriosa se escapa de su corazón, se apodera del nuestro y lo arrastra hasta tu Divino Corazón.
Empezamos a comprender lo que es amarte y qué dulce es hacerlo en comunión con los Santos. Lo que causa también el encanto de la mirada de los que te aman es su pureza y su arrebatadora sencillez. Es clara,
límpida, luminosa. Como no viene de la carne, la ignora. No sólo no la mira, sino que no la ve. Nos percatamos de ello, y si verdaderamente tendemos a la perfección, nos alegramos. Esa mirada hace bien. Se diría que comunica algo de su pureza. Se siente uno elevado, ennoblecido, liberado y como espiritualizado. De pronto se nos abren unos horizontes desconocidos. ¡Cómo transforma todo el amor de Dios! ¡Oh! Ese amor, ¿quién nos lo dará? ¿Quién nos devolverá esa verdadera libertad? ¡Con qué ardor la esperamos de tu bondad, Dios mío!