Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Eres Tú quien escoges libremente las almas a quienes quieres convertir en tu morada permanente, a las que quieres separar de todo, purificar, enriquecer, elevar, recibir en Ti, dentro de Ti, para que te contemplen, en cierto modo como Tú te contemplas, para que te amen del modo como Tú te amas, y para que vivan -imperfecta sin duda, pero realmente - de tu vida trinitaria. «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros...».
Sí, sólo Tú, Dios mío, eres el que empiezas, continúas y acabas esta hermosa labor. Sin duda que pides el consentimiento y, cuando ha lugar el concurso del alma. Pero eres Tú quien primero le enseñas que posee en el fondo de sí misma esa perla preciosa, ese tesoro oculto del Evangelio. Pues ella ignoraba su verdadera riqueza.
Ella no buscaba la verdadera dicha allí donde está. Vivía sobre todo en el exterior y del exterior. No vivía en el interior y del interior porque verdaderamente no sabía. «¡Si conocieras el don de Dios!» Pero poco a poco le has instruido e iluminado. Y ha empezado a comprender. Sus ojos, atónitos y embelesados, se han abierto. Unos horizontes totalmente nuevos, infinitos, le han aparecido con dulce y agradable luz. Y no es que esta luz, al menos lo más a menudo, se proyecte sobre otras realidades que no sean las de la fe, sino que casi hace ver y coger estas realidades. Tú, Dios mío, ya no eres para el alma un ser lejano, confusamente entrevisto, abstractamente pensado, sino el Dios vivo y presente, la Verdad, la Belleza, la Bondad perfecta y concreta, la nunca Realidad que merece verdaderamente este Nombre. El alma comprende entonces de un modo práctico que Tú eres su Todo, que no hay nada para ella fuera de Ti y que la verdadera riqueza es la de poseerte. Y entonces te desea con un deseo ardiente, imperioso, que le asombra, le aterra y le encanta a un tiempo.