Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
El alma interior, dichosísima por ser amada tan profundamente por Cristo Jesús, quiere testimoniarle a su vez el afecto que le profesa. Sabe que ahora Él habita en el Tabernáculo. Y, atormentada de amor, se retira allí cada noche para adorar, alabar, gemir, sufrir, orar y amar, muy cerca de Él, en el silencio del corazón.
El alma interior entra en si misma, cierra la puerta del santuario y se queda completamente sola con Dios... Quedan verdaderamente cara a cara, quedan, sobre todo, en una divina presencia de corazones. Al alma le parece, y es verdad, que ya no tiene que hacer sino una sola cosa: amar. Y ama horas enteras, sin cansarse. Si pudiera, se quedaría allí siempre, para amar siempre.
Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo, vuelve a su mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha estado bien.
Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de la acción. No dijo bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó de primera intención y con alegría aquel sufrimiento o aquella contradicción. Se ve entonces carente de gracia ante los ojos de su Amado Salvador. Lleva algunas manchitas en las manos y en el rostro. Y ello le duele, sobre todo por Él, que merecía ser mejor amado y mejor servido. Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón hasta los ojos. Comprende que para reparar es menester amar mucho más. Y bajo el aguijón del dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más ardiente que nunca; su llama es purificadora. Y así como el fuego hace desaparecer las menores huellas de orín, el ardor de la caridad borra también hasta las más mínimas imperfecciones. El alma interior no ignora este proceso y se alegra de él.
Pues siente entonces que la paz perfecta vuelve otra vez a asentarse en el fondo de si misma.
¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de Jesús-Hostia? Es allí donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la espera Él. Hay una sombra espiritual de la Custodia, como también la hay del Tabernáculo. No todos la ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes saben acogerse a ella, descansan allí embelesados. Pues en silencio y en paz se alimentan con un fruto dulcísimo; comen un pan sustancial, él mismo Cristo Jesús. Y poco a poco ellos mismos se mudan en ese Divino alimento. Son metamorfoseados y se transforman en Jesús.
Sus apariencias siguen siendo las mismas o casi las mismas, pero lo que en ellos hay de más íntimo y de más profundo se convierte en algo muy distinto. Es Él quien piensa, habla y obra por ellos; es Él quien vive por ellos. ¿Puede haber nada más dulce para el alma que verse así transformada en su Salvador gracias a la sombra de la Hostia?