Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
El deseo de la perfección debe ser constante, pues sin ello no se suman nuestros esfuerzos. En nuestra vida habrá paréntesis, vacíos y, acaso, algo peor. Cuando un hombre que edifica una casa se detiene en su trabajo por falta de materiales o de valor para continuarla, tal vez piensa que cuando tenga valor o materiales no tendrá que hacer sino reanudar en el mismo punto su interrumpida construcción.
Nada de eso. Pues durante este tiempo habrán intervenido los agentes físicos: la lluvia, el viento, la nieve, el hielo, el calor, el frío habrán ejercido su influencia.
La casa se desmoronará piedra a piedra, acabará por caer y hasta sus mismas ruinas perecerán.
Pues así sucede en la vida espiritual, cuando un alma deja apagarse en su corazón ese deseo de perfección: piensa que ha de poder recuperar sus ímpetus; pero no, nada de eso, aquella alma desciende hacia el abismo.
Y es que acumula los obstáculos entre ella y Dios. Porque en el proceso de la perfección, «quien no avanza retrocede». Bien sé que un alma, a pesar de ésas interrupciones, puede recuperar su fervor y reparar sus períodos de imprudencia, pues Dios es misericordioso. Pero eso es misión de la misericordia; y en la vida espiritual hacen falta la sabiduría y la prudencia. Mirad, si no, las vírgenes prudentes y las vírgenes locas; también estas últimas amaban, pero su amor no fue lo bastante constante.
El alma que de verdad quiere encontrar a Jesús, iluminada por el Espíritu Santo, comprende que le importa mucho no perder el tiempo en vanas búsquedas. Los menores retrasos constituyen para ella una desgracia o un martirio. Nunca es demasiado pronto para hallar a Dios.