Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Cesa entonces la busca y empieza la posesión. Pues no ya en el orden del ser, sino en el orden del conocimiento y del amor, el alma y Dios no constituyen ya más que una sola unidad. Son dos naturalezas en un mismo espíritu y un mismo amor. Sobreviene así una profunda intimidad, la comunión perfecta, la fusión sin mezcla y sin promiscuidad. Estamos en Él y Él está en nosotros. Somos todo lo que Él es. Tenemos todo lo que Él tiene. Lo conocemos, casi lo vemos. Lo sentimos, lo saboreamos, lo gozamos, lo vivimos, morimos en Él Pues, efectivamente, ésta sería la hora de la muerte, si Él no quisiera que siguiéramos viviendo aquí abajo. Pero esa vida que vivimos tenemos que darla, y para eso permanecemos. Pero cuando la obra divina haya concluido, caerá el último velo y sobrevendrá la perfecta posesión de vida no terminada que se halla toda junta. Cuanto más ade1antamos, más saboreamos la perfección de Dios. Es como una progresiva invasión con momentos como de aparente detención. Viene luego una nueva ola, que llega más lejos que la primera y que parece partir de más hondo. Nada es tan dulcemente impresionante como esa extensión de la acción divina que parte de lo más íntimo del alma y se adueña hasta de la zona que linda con el mundo sensible. Acude después a nuestro corazón una ardiente plegaria. Si es verdad que te poseo, Dios mío, haz que yo te difunda. Parece entonces como si la mano extrajese de un tesoro interior y diera, diera, no cesara de dar. ¡Qué beatitud!