Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
DIOS, ÚLTIMO CENTRO DEL ALMA
Del mismo modo que, según dicen, la piedra tiende por su peso hacia el centro de la tierra y en él se precipitaría por si misma, como en el lugar de su definitivo descanso, así también nuestra alma tiende hacia Ti, Dios mío, con todo el peso de su amor. En ese movimiento que hacia Ti la lleva podemos considerar algunos centros sucesivos, que son como jalones de etapa, o puntos provisionales de descanso, desde los cuales el alma se lanza de nuevo hacia TI, Dios mío, con una visión más clara de su fin, con un amor más impaciente y unos deseos más avivados que dan a su marcha hacia adelante una aceleración misteriosa. Pero de etapa en etapa, de morada en morada, de centro en centro, el alma llega por fin hasta TI. Y entonces su movimiento se detiene. No tiene ya razón de ser, puesto que el alma ha llegado al término de sus deseos y de su camino. Ha llegado a su fin. Y entonces descansa en él, en la definitiva y apacible posesión de su Tesoro y de su Todo.
DIOS, MORADA DEL ALMA
Dios, en efecto, se ha reservado en el fondo del alma una morada en la cual ni siquiera la misma alma puede entrar sin un permiso especial suyo. Y allí precisamente es donde se introduce entonces al alma, no ya para algunos instantes, sino para siempre, según ella cree, Dios le reveló primero la existencia de esta morada, espertó luego en ella un ardiente deseo de entrar allí. Este deseo creció. Y después de duras pruebas acaba de realizarse. El alma ha entrado por fin en la casa de su Padre. Tiene entonces la impresión de que va a habitar en ella para siempre. Pero hay más. Porque la casa de Dios es el mismo Dios. Es, pues, en Él mismo en donde hace entrar a su hija. La frase de San Pablo se convierte entonces para el alma en una realidad tangible, cabría decir que vivida. En Él vivimos y nos movemos y existimos. Vivir en Dios es, desde ahora, su porción. Así, pues, el descanso, el refresco, el alimento del alma es el mismo Dios. El alma siente que le acaban de dar nuevas fuerzas; que la vida, una vida divina, circula a oleadas en ella. Le parece, no sin razón, que su Dios le ha llevado hasta lo más íntimo de sí misma y que ella se ha apoderado de Él en ese misterioso paraje en donde se confunden lo finito y lo infinito, cuando Dios estaba totalmente ocupado, como la más tierna de las madres, en dar a su hija la vida, la fuerza, la paz y la alegría. Y entonces, felicísima, el alma exclama: El mismo Dios restaura mi alma.