Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Yo, Dios mío, no debo proclamarte grande, liberal y magnífico solamente en el momento en que te dignas visitarme y hacerme gustar la alegría de tu dulce presencia, sino también, y tal vez sobre todo, cuando te place abandonarme, y dejarme solo en las tinieblas, en la noche fría y sin fin. Pues hagas lo que hagas, Tú eres siempre grande liberal y magnífico. En el fondo de todo sufrimiento que viene de Ti escondes una gracia y un gozo. Si soy animoso, si sé comprender, si sé aceptar, y amar, entonces el dolor me arranca a mí mismo, me hace cruzar la zona vacía, me eleva por encima de todo y me lleva hasta Ti, para depositarme en
tus brazos y sobre tu Corazón. Sí, Dios mío, del mismo modo que hay un éxtasis de gozo, hay un éxtasis de dolor. «Mi alma magnifica al Señor».
¿Qué importa el camino que conduce hasta Ti, Dios mío, con tal de que llegue a Ti? ¿No es acaso el más corto y más seguro el del sufrimiento? ¿Hay un punto del mundo que esté más cerca del cielo que el Calvario? Y si para entrar en tu gloria te fue preciso sufrir, ¡oh Jesús!, ¿cómo podemos nosotros esperar llegar a ella por otro camino? ¡Pero qué importa!, una vez más, en el fondo. Acercarse a Ti, Dios mío, unirse a Ti, ser admitido en tu intimidad; todo está ahí y sólo ahí está todo. Pues un solo momento de vida divina hace olvidarlo todo, ése es el céntuplo que prometiste Dios mío, y que nos das ya desde este mundo. Déjame decirte mi alegría, mi dicha, mi embriaguez, por sentirme en Ti, por sentirte en mí. Tú no me debes nada. Digo, sí, castigos. Y Tú me lo das todo. Lo sé, lo siento, lo capto, lo saboreo.