Agradar a Dios lo es todo para nosotros. Aun cuando tuviéramos todas las riquezas del mundo, aun cuando fuéramos admirados de todos, si nosotros no agradábamos a Dios, todos esos honores y todas esas admiraciones nada valdrían.
Pero si Él está contento de nosotros, si gusta de venir a visitarnos, para descansar en nuestro corazón, si se complace en nosotros..., ¡oh!, entonces, todo está ganado, y las cosas de este mundo, a su vez, ya nada valen.
Nuestra mayor sabiduría debería ser, pues, la de procurar agradar a Dios en todo, siempre, por todas partes, cada vez más, de tal modo que fuera cautivado por el encanto de nuestra alma. ¿Cómo lo haremos? San Pablo nos lo dice, o al menos nos indica uno de los medios indispensables: «Sin la fe es imposible agradar a Dios».
Cuando queremos emprender la conquista de Dios, tenemos que empezar por ahí.
La fe es la adhesión firme de nuestra mente a la palabra de Dios. Por la fe sometemos nuestra mente, nuestro corazón, nuestra voluntad. Proclamamos que Dios es la Verdad misma, que es verídico e infalible, y eso le agrada. Le honramos. Un maestro se alegra de que sus discípulos le crean, incluso cuando no entienden lo que dice. Un padre se siente contento de que sus hijos tengan confianza en él. ¡Y qué enriquecimiento para nuestra inteligencia, qué comunión en la verdadera Ciencia de Dios! ¡Él ve, nosotros creemos!
Si un alma verdaderamente iluminada por la fe descansa en todo en los brazos de su Padre, y ve la Voluntad de Dios en cada uno de los pequeños deberes del momento presente, ¿cómo no ha de agradar a Dios? Durante todo el día está como al acecho para descubrirlo en las mil naderías, en los mil detalles que componen su vida. Supongamos que esta alma vaya directamente a Dios escondido bajo la especie del pequeño deber presente. Su mirada no se detiene en la envoltura de las criaturas, sino que va a la Mano que sostiene todo, que gobierna todo con suavidad y firmeza; para ella, el mundo no es más que una especie de transparente, y comulga cada instante en la voluntad de Dios. ¿Cómo no ha de agradar a Dios esta alma?
Pongamos otro ejemplo. La fe nos dice que toda alma en estado de gracia posee a la Santísima Trinidad en el fondo de su corazón. Pues aquí tenemos un alma que vive de la fe. Si se pone en oración, irá directa a ese santuario interior en dondeDios se esconde y se da, a la Santísima Trinidad que mora en ella. Adorará, alabará, amará, escuchará a su Dios, le hablará; tratará, por descontado que a su medida, de comulgar en esta vida divina, de decir el Verbo con el Padre, de exhalar el Espíritu de Amor que procede del Padre y del Hijo, y de volver al Padre y al Hijo con ese mismo divino Espíritu. Se olvidará de sí misma, olvidará el mundo y, liberada de las criaturas, se complacerá en esta sociedad, gustará de vivir en ella, y no saldrá de ella sino con pena, algunas veces sin haber experimentado nada, pero lo más a menudo iluminada, reanimada, fortificada.
Habrá sabido agradar a Dios.
¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más pequeño de nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras oraciones no puede perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe mediocre y otra que cree en el valor del silencio, en el poder del recogimiento, en la posibilidad de la unión íntima con Dios, en un gran secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el primer caso, nos arrastramos; en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser cada vez más agradable a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros escuchemos su mandato sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos almas de fe, de fe sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los acontecimientos a la luz de la fe, lo mismo que las pruebas y que las alegrías. Toda flojedad en la vida espiritual viene de la falta de espíritu de fe. Cuando se siente desaliento, cuando se encuentra uno menos recogido, menos mortificado, menos generoso al servicio de Dios, es que el espíritu de fe se ha debilitado. Recobrémoslo desde la base.
Perfeccionemos nuestro espíritu de fe. En lugar de dejamos conducir por la pura razón y algunas veces por la sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones de nuestra sensibilidad. Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras de nuestro corazón nos haya hecho alcanzar la transformación completa, habrá llegado el triunfo de la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela a imagen y semejanza de Jesús, hasta el punto de que Dios cree ver en nosotros a su Hijo.