Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
Tu mirada, Dios mío, no es sólo agradable, es benéfica. No nos encuentra amables, nos hace amables. Mirar con amor y crear y enriquecer al ser que creaste es una misma cosa para Ti, Dios mío. Que tus miradas se dignen volverse hacia mi alma y posarse dulcemente sobre ella... Nada es tan grato para mí como saber que estoy así siempre bajo tus ojos. Me parece que debo mantenerme en el más profundo respeto y en la más humilde modestia. Pero también, ¡qué luz no encontraré yo en tu mirada! Ilumina mi camino. Me enseña el verdadero valor de las cosas y me hace ver si son para mí obstáculos o medios. Y, a mi vez, me permite iluminar a los demás. Sin ella ya no sería más que tinieblas. ¡Oh mirada de mi Dios, querría fijarte en mí para siempre!
Tu mirada, ¡oh Dios mío!, no es una mirada exterior al alma; es interior, íntima.
El alma tiene la impresión de ser penetrada por ella como desde dentro y hasta el fondo. Esto es certísimo. Esa mirada eres Tú mismo, Dios mío, que vives en el alma y que la iluminas a un mismo tiempo sobre Ti, sobre ella y sobre todas las cosas. El alma tiene conciencia de esa iluminación interior. Se parece a un cristal purísimo que, expuesto directamente al sol, fuese atravesado por sus rayos luminosos, y que lo supiera. Pero ésa es una comparación muy débil. Porque el alma es espíritu. Y Dios es espíritu. Y nada puede dar una idea exacta de lo que sucede en el orden de la luz, cuando Dios invade el alma y la llena de sí mismo. ¡Él, que es la Verdad! ¡Dichosa el alma sin defecto y sin mancha a quien los rayos divinos puedan iluminar plenamente! ¡Es tan dulce ver así a Dios en si mismo!... Es ya un poco de cielo.