Nota del Blog: terminamos aquí esta corta serie sobre el pecado venial.
Sicut Cervus adfontes aquarum... |
§ VI. — Oración de esperanza
¡Oh Dios mío, esta visión de los pecados veniales me desconcierta! ¡Qué! ¡Por un acto pasajero y poco grave me castigáis con todas esas destituciones, cuyas consecuencias son eternas! ¡Me acusáis de empequeñeceros y de desdeñaros!... Ante esos resultados imprevistos, faltan, es cierto, a mi razón, objeciones positivas, pero mi ser sensible protesta.
Esa palabra irreparable se asemeja demasiado a la losa que cierra un sepulcro. Bajo su peso, en medio de sus tinieblas yacen amontonados miles y miles de bienes perdidos. Cada día ha ido depositando sus flaquezas; las semanas, los meses, los años, han sepultado innumerables méritos.
Pero, ¡qué Dios omnipotente, Dios bondadoso, Dios sabio que habéis dotado al mundo material de manantiales inagotables de renovación! ¿Habríais condenado a mi voluntad consciente de sus faltas y ávida por repararlas a una impotencia definitiva? ¿Qué? Al perdonarme me devolvéis vuestra gracia, vuestro amor, vuestro cielo y ¿no me dejaríais un medio de devolver a vuestra gloria lo que le he robado? ¿No me dejaríais volver a elevar mi suerte, hasta el nivel que debiera haber alcanzado? ¿No me permitiríais que os amara tanto?
A medida que voy sentando los datos de ese problema íntimo, lo entreveo bajo un nuevo aspecto que viene a aclarar su solución. Sí, lo destruido está ya destruido y la misma omnipotencia no podrá hacer que no haya habido empequeñecimiento. Un hecho es una cosa eterna. Mas de un hecho culpable y castigado, cual de un tronco partido por el rayo, ¿no pueden brotar, ramas más vigorosas? Y si son más vigorosas que las antiguas, si el accidente ha rejuvenecido la savia y ha activado su acción, ¿no podrá decirse de esta resurrección que ha creado un ser más hermoso y más fuerte?
Sí, Dios mío, hay en el vivo sentimiento de la ofensa que se os hace, en el deseo resuelto y personal de levantarse, una nueva potencia suscitada por la misma falta. La herida ha puesto en juego sensibilidades más profundas, estimulando una reacción vital, más intensa. Generosidades hasta entonces desconocidas han despertado en esa alma en medio de sus gemidos. ¡Ve obra, se eleva! ¡Qué poderosos y qué tiernos acentos los del hijo pródigo, la Magdalena, San Agustín! Y puede uno preguntarse: ¿los hubiesen hallado tan hermosos sus almas si nunca hubiesen perdido su inocencia?
Pero, ¡Dios mío! ¿No sois Vos acaso el Dios del hijo pródigo, de Magdalena, de Agustín? ¿Podéis ver nuestras miserias y no compadecemos? ¿Podéis comprobar nuestra decadencia y no desear nuestra rehabilitación? Y si el corazón del hombre puede concebir la ambición de no ser inferior a su ideal de inocencia, ¿el corazón de Dios será impotente para proponerle ese ideal arrepentimiento? ¡Ah! ¡Qué hermosa debe ser vuestra sabiduría cuando del mismo mal sabe sacar un mayor bien! ¡Qué eternamente adorable será vuestra bondad, que quita al alma arrepentida, esa pena sin consuelo, de no poder devolver a vuestro amor disminuido, tesoros perdidos para siempre! ¿Cómo suelen medirse la grandeza, la virtud, el mérito? ¿No es según el grado de amor? Y por la tierra toda ¡oh Jesús! hicisteis predicar este juicio de vuestro gran corazón: "Aquél a quien más se halla perdonado, tiene el deber de amar más". Si tengo el deber de amar, tengo también la gracia, los medios. ¡Puedo elevar a tal grado la vehemencia de mi amor arrepentido, que aventaje al que hubiese llegado mi amor permaneciendo fiel!
OBSERVACION. — Estas grandes resurrecciones se ven sobre todo en los grandes pecadores. El pecado venial produce rara vez tales prodigios; razón de más para temerlo anticipadamente- y después para excitarse a una contrición más vigorosa.