Quiero desarrollar el pensamiento de Cristo y de la Iglesia sobre la dignidad y misión sacerdotales. ¿Qué piensa la Iglesia católica respecto del sacerdocio? ¿Para qué sirven los sacerdotes?
En esta cuestión, el único que decide, el único que dictamina es Nuestro Señor Jesucristo, el único Maestro.
El dijo en cierta ocasión a sus Apóstoles: «Como me envió el Padre, así Yo os envío» (Juan 20,21).
«Yo os envío», sois mis embajadores, sois mis ministros. El sacerdocio no fue inventado, como muchos afirman, por hombres ávidos de poder y de honores; no fue inventado por hombres que buscasen ser honrados y venerados por el pueblo, sino que fue instituido por el Señor. Es voluntad del divino Jesús que haya hombres que, libres de otros quehaceres, aún más, libres de las preocupaciones de la vida familiar, consagren toda su vida, todos sus instantes, a un solo objetivo: a guiar los hombres a Dios y encaminar las almas al cielo. El mismo Dios, escogió un día de la semana, el domingo, para que fuese «el día del Señor»; el mismo Dios, escogió los salmos, para que fueran los «cantos del Señor»; el mismo Dios, quiso tener un lugar dedicado exclusivamente a El, la «casa del Señor»..., este mismo Dios escogió también a algunos de los hombres para que fueran los «ungidos del Señor», los «ministros de Dios».
Mediante ellos Dios esparce sobre los fieles la gracia divina.
El sacerdote, según la voluntad de Dios, el buen sacerdote, sabe muy bien él que es ministro, es decir, siervo, que no está para que le sirvan sino para servir, como siervo del Señor y de los fieles de Cristo. Este es el sacerdote católico.
«Como mi Padre me envió, así Yo os envío.»
Antes de ascender al cielo, Jesucristo confió a los Apóstoles confió la propagación de su doctrina: «Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 38,19).
Como si les dijera: Hasta hoy he sido Yo quien os ha enseñado a vosotros; en adelante habéis de ser vosotros los que enseñéis en mi nombre a las gentes. Hasta ahora he sido Yo quien os he alentado y protegido; en adelante habéis de ejercer vosotros el mismo oficio con vuestros prójimos. Hasta ahora fui Yo quien moldeé vuestras almas según la voluntad de Dios; en adelante habéis de moldear vosotros el alma de los fieles según mi espíritu.
Es decir: hasta ahora vosotros habéis sido mis oyentes, mis prosélitos, mis discípulos; sed en adelante mis pregoneros, mis apóstoles; sed... ¡mis sacerdotes!
La dignidad sacerdotal brota del Cenáculo, de la última Cena, de las palabras de despedida que el Redentor dirigió a los Apóstoles: «Haced esto»...; «Id y enseñad»...; es decir: ofreced el este mismo sacrificio de la Eucaristía y enseñad a los hombres a imitarme fielmente.
El sacerdote es un hombre como los demás, pero por la consagración sacerdotal, Cristo le ha confiado una misión excelsa: «Id y enseñad a todas los pueblos, enseñándoles a observar todas las cosas que Yo os he mandado.» Es decir: «Id, enfrentaos con cualquiera que intente perder las almas. Id, no os turbéis, no temáis. Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos.
Yo salgo fiador de que ni reyes, ni emperadores, ni repúblicas ni gobernadores podrán privaros del derecho que Yo os he conferido: Instruid a todas las gentes. No hay poder humano que os lo pueda impedir. Que tal misión os traerá sufrimientos, bien lo sé; os perseguirán, os odiarán, os veréis privados de todo..., también lo sé; pero aun así habréis de enseñar. La palabra de Dios no puede fracasar. Bautizad a todas las naciones, es decir, santificad las almas, perdonad los pecados, derramad mis gracias, enderezad y dar firmeza a la caña partida, dad aceite al candil que se apaga, infundid esperanza en las almas desesperadas..., llevad las almas a Dios. No tendréis familia, para que nada os ate. No tendréis hijos, para que podáis estar libres, para que en todo momento podáis dedicaros a vuestros hijos espirituales, que tendréis que ganar para Mí...
Así de sublime es la misión sacerdotal.
«Como mi Padre me envió, así Yo os envío.» Os envío para curar las heridas del alma. Os envío para cicatrizar las llagas espirituales.
Os envío para consolar los corazones atribulados.
Os envío para confirmar en la fe a los que se debaten en la duda.
Os envío para salvar las almas.
Si os encontráis en el mundo hombres afligidos, miradlos con mi amor. Si veis hombres agobiados bajo el peso de las pruebas, derramad en su alma mi consuelo. Si veis hombres encorvados por el peso de sus pecados, ofrecedles mi perdón. Sed luz para los que viven en las tinieblas. Dad ánimo a las almas pusilánimes.
Traédmelos todos hacia Mí.
«Vosotros sois la sal de la tierra...» (Mt 5,13). Hay mucha maldad en el mundo, se cometen muchos pecados…. Advertid a las almas del peligro que están corriendo. Proclamad a todos los mandamientos de Dios. Recordad a las almas lo que Yo sufrí por ellas para salvarlas. No temáis; levantad la voz, aunque os cueste la propia vida, porque «vosotros sois la sal de la tierra», y tenéis el deber de preservar las almas de la podredumbre.
«Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). Enseñad el camino que conduce a Dios. Enseñad mis leyes de tal suerte que los hombres, no sólo las conozcan, sino que también las cumplan y las vivan. Nada os debe atemorizar; difundid mi doctrina, aunque tengáis que pagarlo con vuestra vida. Sed pastores de mi grey, defended mis ovejas de los lobos los lobos astutos. En cambio, habéis de amar a vuestros enemigos, a aquellos que os insulten y os amenacen...
Tal es el ideal sublime del sacerdocio, según la Iglesia.
Comprendemos así porque los buenos fieles quieren y respetan tanto a los sacerdotes, y comprendemos también el odio profundo que les tienen los enemigos de la Iglesia y de la religión.
Los sacerdotes saben muy bien que el respeto y cariño que reciben, más que a sus personas, se debe la gracia de la misión, porque Jesucristo los eligió sin que lo hubieran merecido. Los buenos católicos aman a sus sacerdotes porque ellos continúan extendiendo el Reino de Dios, según el encargo que recibieron de Cristo; los respetan porque creen firmemente que las manos consagradas del sacerdote tienen el poder de traer cada día a este mundo el Cuerpo de Cristo.
Ellos son los instrumentos que Dios nos ha puesto para que alcancemos la vida eterna. Ellos no tienen otra misión que la de salvar las almas redimidas por la sangre del Jesucristo. Es a ellos sobre todo a quienes Cristo les dirige la pregunta: Diligis me plus his? (Juan 21,15): «Hijo, ¿me amas? ¿Me amas sobre todas las cosas? ¿Y sabes trabajar por Mí más que por todo lo demás?
Lo repito: el sacerdote no es un ángel, sino un hombre, como todos los demás. Pero es un hombre abrasado en el amor de Cristo. Nuestro Señor curó a un ciego con un poco de barro, y a una mujer enferma con sólo tocar el borde de su vestido. El sacerdote viene a ser también un poco de barro; pero barro que en manos de Cristo, abre los ojos a los ciegos y los capacita para ver a Dios. Es también el borde del vestido de Cristo, y así devuelve la salud a los enfermos del alma.
El sacerdote introduce a los fieles en la Iglesia mediante el bautismo; introduce a Dios en el alma mediante el Santísimo Sacramento; robustece las almas en la lucha, ora con ellas, les enseña el cielo, las consuela en la desgracia, en la agonía de la muerte; y reza por ellas ante el altar.
Perdonar los pecados no puede hacerlo sino Dios. El pecado no puede borrarse a no ser mediante el perdón de Dios. Puedo enmendarme, llorar, hacer penitencia..., pero esto no basta; la conciencia del pecado persiste en mi alma: la justicia de Dios no está reparada aún. Entonces me postro de rodillas en el confesonario, llevo allí mi alma atormentada y harapienta, caída y pecadora. No es un hombre el que está sentado en el santo Tribunal; veo al sacerdote, y en éste a Dios: «Confieso mis pecados al Dios omnipotente a través del sacerdote: le muestro mis llagas, mis caídas, mi dolor...»
Entonces, cuando he confesado humildemente mi pecado, con el corazón dolorido, Cristo misericordioso deja caer la sangre de sus llagas sobre mi alma, la lava y la conforta, le da valor y alegría..., y cuando me levanto del confesonario, siento que hay una nueva vida en mí, que tengo el alma limpia, que en mí está Cristo... Tal es la misión sublime del sacerdote.
Los católicos bien saben lo que es la confesión. Es devolver la paz al alma atormentada; es salvar a las almas descarriadas y caídas en el abismo del pecado y colocarlas de nuevo en el camino de la virtud... Es uno de los dones más excelsos que nos dejó el Redentor.
Y este poder de perdonar los pecados lo depositó Nuestro Señor Jesucristo en manos del sacerdocio. Es obvio, pues, que los fieles miren con respeto a los ministros del Señor.
Y quizá esto explique también el odio enconado que tienen los enemigos de la Iglesia hacia el sacerdocio.
Ellos ven sólo defectos y pecados en los sacerdotes.
Preguntamos nosotros: ¿Puede tener entrada el mal en el corazón de un sacerdote? No hay que dudarlo, porque los sacerdotes también son hombres, puede haber en ellos defectos, debilidades hasta pecados. De todo árbol caen algunos frutos podridos, y todo ejército tiene desertores.
Pero no hemos de juzgar el árbol por los frutos caídos, ni el ejército porque haya habido algún desertor; precisamente porque los sacerdotes entregan sus vidas por los demás, saltan a la vista mucho más sus más leves defectos..., los que ni siquiera se advierten en los otros. En un mantel blanco se nota fácilmente la mancha más pequeña; entre los mismos Apóstoles ya hubo un Judas. Hay también hoy —por desgracia— sacerdotes en quienes se malogra la sal de la tierra, en quienes se oscurece la luz del mundo, que comprometen la doctrina de Cristo, que deshonran a la Iglesia.
Pero de esto, ¿qué se deduce? El católico consciente, por mucho que deplore estos tristes deslices, no por ellos perderá la fe.
No tiene dudas de fe, porque ve la distinción que hay entre el hombre y el poder conferido por Cristo; y del mismo modo que en el sacerdote ejemplar no honra al hombre, sino al ministro de Jesucristo, así tampoco despreciará la religión de Cristo por los pecados del ministro infiel; no dirá que el Cristianismo es una mentira ni que fracasó, porque sabe que el sacerdote es el conducto por el cual baja la gracia divina a las almas, el recipiente de cual podemos sacar el amor de Dios.... El recipiente, como el conducto, puede ser de oro, de plata, de bronce y hasta de arcilla, ¡no importa!; lo principal es lo que contiene, lo que da.
El católico consciente, a pesar de los posibles deslices, a pesar de las faltas en que pueda caer uno que otro sacerdote, honrará y respetará al sacerdote, porque fue elegido por el mismo Cristo para continuar su misión. Y si otros odian a todos los sacerdotes sin excepción, tan sólo porque son sacerdotes, el católico fiel honra al sacerdote precisamente porque es sacerdote, porque es ministro de Dios.
Y nadie llora con más dolor por el comportamiento de un mal sacerdote que los sacerdotes ejemplares, los que lo son según el Corazón de Cristo, porque ellos saben mejor que los demás que ni siquiera diez sacerdotes de vida santa pueden remediar el estrago espiritual que causa la vida de un solo mal sacerdote.
Los enemigos de la Iglesia no atacan a los malos sacerdotes, al contrario, los ensalzan, los proclaman héroes, lumbreras de la teología... En cambio, a los sacerdotes más fervorosos, más parecidos a Cristo, más santos, los calumnian con sarcasmo y los persiguen.
Una de las armas más poderosas de la Iglesia católica es la oración. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, cuando San Pedro sufría en la cárcel del rey Herodes Agripa, la Iglesia entera rezaba sin cesar por él.
Los sacerdotes nunca necesitaron tanto de la oración de los fieles como en los tiempos actuales. Quizá parezca algo extraña mi afirmación, pero responde a una realidad: no sólo son los sacerdotes los que han de rezar por los fieles, sino que también los fieles han de rezar por los sacerdotes. Es un mandato encarecido de Jesucristo. En una ocasión echó una mirada por el mundo de las almas: ¡cuántos hombres que buscan a Dios, cuántas almas inmortales, cuántas luchas, cuánto dolor, y cuán pocos son en la tierra los que se preocupen de estas almas! Entonces brotó de su corazón un suspiro: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies» (Mt 9, 17-38; Lc 10,2).
Los católicos también han de rezar por los seminaristas, para que éstos perseveren en la vocación con el amor ardoroso de un alma joven; a fin de que, cuando el bienestar, la comodidad y la felicidad de esta tierra quieran seducirlos, ellos perseveren impertérritos y se preparen para la alta misión de salvar las almas, aunque en este camino les cueste muchas renuncias, muchos sacrificios.
Claro que, aunque fuera cien veces más difícil su vida, aunque recrudecieran las persecuciones y se empinaran los caminos de calvario y se multiplicaran los sarcasmos y las calumnias, nunca serían exterminados los ungidos del Señor. Durante dos milenios han probado ya muchas cosas los enemigos de la Iglesia.
Apresaron al Papa, desterraron a los obispos, ejecutaron a muchos sacerdotes. ¿De qué les sirvió?
No es así como tendrían que acometer su empresa.
Habrían de aprisionar el alma de la Iglesia. Habrían de apoderarse de ella y ahogarla. Tendrían que detener el soplo del espíritu que pone en el alma de los jóvenes la vocación: Hijo mío, ¿podrías tú amarme más que a todos los demás hombres? ¿Podrías hacer más por Mí?... ¿Sufrir más? ¿Sabrías ser mi sacerdote? Tendrían que detener este espíritu, al cual contesta el joven conmovido:
Señor, soy tuyo, tuya es mi vida..., y aunque me esperen persecuciones, calvario, espinas y un mendrugo de pan..., tuyo soy.
¿Quién dirá que no es así?
En los días sangrientos del comunismo, cuando muerte y hambre amenazaban a todo sacerdote católico, me encontré con un muchacho de ojos ardientes, estudiante del cuarto curso de bachillerato. Trabamos conversación y me dijo que quería ser sacerdote. Quedé soprendido.
—¿Ahora, hijo mío, quieres ser sacerdote? ¿Precisamente ahora? Tienes muchas profesiones y oficios para escoger..., pero ¿sabes lo que significa ser sacerdote? ¿Sabes lo que te espera?
—Sí, me estoy preparando para ser sacerdote desde pequeño
—me contestó.
Le miré a los ojos fijamente:
—¿Sabes, hijo mío, que si eres sacerdote estás expuesto a morir de hambre?
El muchacho me miró también, y emocionado no me dijo más que esto: «No importa, Padre; Nuestro Señor Jesucristo estará junto a mí también entonces...»
¡Sí, estará contigo! Y estará con todos vosotros, seminaristas que os preparáis para servir al Señor; y estará con todos los fieles que de algún modo ayudan al sacerdote, sea quien fuere, en el servicio de Dios.
El trabajo sacerdotal nunca ha sido fácil y cómodo; pero algunos padres se deslumbran con el prestigio y el respeto exteriores que a veces lleva consigo. Entonces hemos de suplicarles: Si vuestro hijo no quiere ser sacerdote, no le forcéis, ¡por amor de Dios!
Mas, ahora, digo a todos los padres: Si vuestro hijo se presenta ante vosotros entusiasmado y os dice: «Padre, madre, Jesucristo me ha llamado y me ha escogido para que sea sacerdote. Y yo le he dicho que sí». Entonces, abrazad con mucho amor a vuestro hijo, y dadle vuestra bendición para siga la senda estrecha y espinosa de los ministros de Cristo.
Padres: ¡habéis de dar buenos sacerdotes a Nuestro Señor Jesucristo!
Sea el Señor servido de mandar sacerdotes fervorosos, sacerdotes santos a la Iglesia; vasallos fieles del Rey del sacerdocio, Cristo.
(Cristo Rey, por Monsenhor Tihamér Tóth)