Nota del Blog: el siguiente sermón fue pronunciado para Pascuas de Resurrección del año 1957 y termina con un apremiante ruego implorando la segunda Venida de Jesucristo y afirmando explícitamente la existencia de muchos signos al respecto. Cinco años nomás habían pasado cuando los falsos profetas contradijeron al gran Pío XII.
Tomen nota quienes están a la espera de “papas angélicos”, “reyes santos” y “restauraciones” que Pío XII deja bien en claro que las tinieblas que cubren el mundo, desde hace por lo menos 55 años, sólo pueden ser eliminadas con la segunda Venida.
Mensaje Pascual de Pío XII a los fieles de todo el mundo[1]
La Pascua de Resurrección.
Una vez más, una inmensa multitud “de toda lengua, pueblo y nación” (Apoc. V, 9) colma esta majestuosa plaza, que parece, amados hijos, como si os estrechara y uniera a todos. Con vosotros están presentes también, en espíritu millones y millones de fieles que devotamente escuchan Nuestra voz.
Brilla en vuestros ojos una luz nueva, resuena en vuestros corazones un himno de alegría y de gloria: lo cantan mil y mil voces, lo acompañan los acordes del órgano y lo difunden en el aire y sobre los montes y valles los repiques de las campanas. Es la Pascua. El día que ha hecho el Señor para nuestro regocijo y para nuestra alegría: “Haec dies quam fecit Dominus: exultemus el laetemur in ea” (in off. Domin. Resurrect.).
Bien sabe el Señor cómo querríamos penetrar en todas las casas, pasar a través de todas las salas de hospitales, detenernos a bendecir junto a todas las cunas e inclinarnos con ternura sobre todos los sufrimientos; quisiéramos poder librar a todos de todo temor, para dar a todos la paz y para llenar a todos de gozo. Como, por desgracia, no Nos es posible hacer cuanto desearíamos, Nos limitaremos a dirigiros Nuestra palabra, a confiaros- como lo hemos hecho otras veces- algunos pensamientos que nos han nacido en el corazón durante Nuestra meditación.
Apenas se han apagado los ecos del Praeconium paschale, y aún perdura en Nuestro ánimo un motivo particular, entre los muchos que se siguen unos a otros, entrelazándose y fundiéndose en airosa armonía. Después de invitar al regocijo a la muchedumbre angélica de los cielos, a la tierra y a la santa madre Iglesia, juntamente con todos los pueblos, la atención del canto litúrgico se detiene en la noche que precedió a la resurrección del Señor. Verdadera noche, noche de pasión, de angustia, y de tinieblas; pero con todo, noche feliz; vere beata nox; porque fue la única que tuvo el mérito de conocer el tiempo y la hora en que Cristo resucitó de la muerte; pero ante todo porque de ella estaba escrito: et nox sicut dies illuminabitur. Una noche que preparaba la alborada y el esplendor de un día luminoso, una angustia, una negrura, una ignominia y una pasión, que preparaban la alegría, la luz, la gloria y la resurrección.
Tras una Noche de Tempestad, una Explosión de Luz.
Considerad, amados hijos, lo que sucede en una noche de tempestad. Parece que a la Naturaleza, trastornada, le ha llegado su última hora, sin esperanza alguna. No tiene el caminante extraviado ni siquiera la débil luz de las estrellas lejanas para recobrar la confianza y la dirección; las plantas, las flores y toda palpitación de vida se halla sumergida como en una sombra de muerte. ¿Cómo lograr despertar el canto y el perfume? Todo esfuerzo parece inútil: los seres no se distinguen en la oscuridad; no es posible encontrar de nuevo el camino; las palabras se pierden en la borrasca enfurecida.
Con todo, allí están todos los elementos; en los terrones mismos del campo hay un estremecimiento de espera; las semillas gimen sufriendo; los pájaros del aire tienen quietas las alas, deseosas de cernerse en franco vuelo; pero nada se puede mover.
Mas he aquí que hacia el oriente una tenue claridad aparece; el fragor del trueno enmudece; el viento disipa las nubes y aparecen sonrientes las estrellas; viene la aurora. El peregrino se detiene; una sonrisa reaparece en el rostro cansado, mientras su ojo ardiente se ilumina de esperanza. El cielo se arrebola; se suceden con rápido ritmo los colores, que poco a poco se blanquean; el último estremecimiento, una explosión de luz: es el sol. La tierra se despereza, la vida se despierta y se eleva un canto.
La Noche que Precedió a la Resurrección.
También la noche que precedió a la resurrección de Jesús fue noche de desolación, de llanto y de tinieblas. Sus enemigos estaban satisfechos de haber por fin encerrado en la tumba al “seductor del pueblo”. Herido el Pastor, la pequeña grey se dispersó. Los amigos de Jesús, desolados y desconcertados, se ven obligados a esconderse por temor a los escribas y fariseos. Jesús está en la tumba. Yace su cadáver sobre la fría roca y todo su cuerpo está todavía llagado; sus labios están mudos. ¿Qué quedan ya de sus palabras, que sabían animar, confortar e iluminar, aquellas palabras suyas tan llenas de majestad y sabiduría? ¿Dónde está aquel su imperar a los vientos y tempestades; dónde su poder para eludir las diabólicas insidias de sus enemigos o para hacer frente valerosamente a su furor? ¿Dónde está su poder de sanar a los enfermos, de resucitar a los muertos? Todo (al parecer) ha terminado; y con él han quedado sepultados en la tumba no sólo los proyectos ambiciosos de algunos, sino también las discretas esperanzas de muchos. Todo ha terminado -van murmurando los hombres-, y en sus voces se ve la expresión de una desesperada tristeza. Todo ha terminado, parece que responden las cosas.
Y, sin embargo, quien hubiese podido mirar a través de la piedra que cerraba el sepulcro, hubiera tenido la impresión de que los ojos de Jesús no estaban cerrados por la muerte sino por el sueño; allí no había traza de corrupción en sus miembros, y su rostro conservaba aún muy visibles las señales de su belleza sobrehumana, de su infinita bondad. Después de su muerte, el cuerpo de Jesús, como su alma, permaneció unido al Verbo, a la divinidad, que vive y obra en aquellos miembros. Pero apartada, en una casita modesta y silenciosa, arde una llama de fe que nunca se apaga: María espera llena de confianza a Jesús.
La Resurrección.
En esto, la tierra tiembla; el ángel baja del cielo, aparta la pesada piedra que cierra el sepulcro, y se sienta majestuoso y sereno sobre ella. Los soldados huyen y van a dar bruscamente a los enemigos de Jesús la primera prueba de su aplastante derrota. Es ya el alba.
María Magdalena está corriendo casi sin saber adónde, movida por un amor que no sufre pausas ni admite reflexión; vedla, de repente, como desmayada ante Jesús, que la saluda con infinita ternura. Las piadosas mujeres, con el corazón alborotado por el anuncio que les diera el ángel, encuentran también a Jesús y vuelan a anunciar la resurrección a los apóstoles, para hacerles participantes de su alegría y de su paz. Entre tanto, Pedro ha recibido del Señor, con señal inefable, la certeza de su perdón. Y Jesús entra en el Cenáculo con las puertas cerradas y halla a los apóstoles; les conforta, les tranquiliza, les deja su paz. Más tarde vuelve para reavivar la fe vacilante de Tomás. Ocho días antes, en el camino de Emaús, Él había acompañado a dos discípulos desolados y se les había manifestado en el acto de partir el pan.
Pasó la noche y con ella se acabó la angustia, se acabó el temor; desaparecieron las dudas; las tinieblas se iluminaron; ha vuelto la esperanza. De nuevo resplandece el sol. Se eleva un canto festivo: Resurrexit, alleluia.
La Noche que cayó sobre el mundo.
Así quisiéramos, amadísimos hijos, que otra noche, la noche que ha caído sobre el mundo y que oprime a los hombres, viese pronto su alba y fuese besada por los rayos de un nuevo sol.
Varias veces hemos hecho notar que los hombres de todas las naciones y de todos los continentes se ven forzados a vivir, desorientados y temerosos, en un mundo trastornado y perturbador. Todo se ha hecho relativo y provisional, porque es siempre menos eficiente y por lo mismo menos eficaz. El error, en sus formas casi innumerables, ha esclavizado las inteligencias de seres, por lo demás muy selectos y la inmoralidad de toda clase, ha llegado a tales grados de precocidad, de impudencia y de universalidad, que preocupan seriamente a los que piensan en la suerte del mundo. La humanidad parece un cuerpo infecto y llagado, en el que la sangre circula con dificultad, porque los individuos, las clases, y los pueblos se obstinan en seguir divididos, y por lo tanto, no se comunican mutuamente. Y cuando no se desconocen se odian, y conspiran y luchan y se destruyen.
Pero también esta noche del mundo tiene señales claras de un alba que vendrá, de un día nuevo al que besará un sol nuevo y más esplendoroso.
Entre tanto se están multiplicando providencialmente en el mundo los medios para un desarrollo de la vida más completo y más libre. Mientras los descubrimientos de la ciencia ensanchan el horizonte de la posibilidad humana, la técnica y la organización hacen más efectivas esas conquistas poniéndolas al servicio inmediato del hombre. La energía nuclear prácticamente ha dado ya comienzo a una nueva época: las casas se iluminan con energía proveniente del empleo de la desintegración nuclear, y no parece demasiado lejano el día en que las ciudades serán iluminadas y las máquinas movidas por procesos de síntesis semejantes a los que desde hace miles de millones años encienden el sol y las otras estrellas. La electrónica y la mecánica están cambiando el mundo de la producción y del trabajo con la automatización; así el hombre se hace cada vez más señor de sus obras y ve que su propio trabajo mejora en calidad e inteligencia. Los medios de transporte unen un punto y otro del planeta con una sola red, que puede recorrerse con velocidad superior al movimiento aparente del sol. Los proyectiles surcan los ámbitos de los cielos y los satélites artificiales se preparan a asombrar al espacio con su presencia. La agricultura multiplica con la química nuclear la posibilidad de alimentar una humanidad bastante más grande que la actual, mientras la biología gana de en día terreno en la batalla contra las más terribles enfermedades.
Sin embargo, todo esto es todavía noche. Noche llena, si se quiere, de ansias y esperanzas, pero noche. Noche que aún podría de repente hacerse tempestuosa si aparecieran acá y allá los fulgores de los relámpagos y se oyera el estruendo de los truenos. ¿Acaso no es verdad que la ciencia, la técnica y la organización se han convertido muchas veces en fuente de terror para los hombres?
Por eso no están ya seguros como en otro tiempo. Ven con suficiente claridad que ningún progreso por sí solo puede lograr que el mundo renazca.Muchos entrevén ya, y lo confiesan, que se ha llegado a esta noche del mundo porque Jesús ha sido apresado, porque se le ha querido desterrar de la vida familiar, cultural y social; porque se ha sublevado el pueblo contra Él[2], porque le han crucificado y dejado mudo e inerte. Pero hay una multitud de almas valientes y activas, conscientes de que la muerte y sepultura de Jesús solo fue posible porque entre los amigos de Él hubo quien le negase y le traicionase; ¡hubo tantos que huyeron asustados ante las amenazas de los enemigos! Estas almas saben que una acción oportuna, concorde y orgánica cambiará la faz de la tierra, renovándola y mejorándola.
La Resurrección del Mundo.
Es necesario quitar la piedra sepulcral con la cual han querido encerrar en el sepulcro a la verdad y al bien; es preciso conseguir que Jesús resucite; con una verdadera resurrección que no admita ya ningún domino de la muerte “surrexit Dominus vere” (Lc. 24, 34), “mors illi ultra non dominabitur” (Rom. 6, 9).
Jesús debe destruir en los individuos la noche de la culpa mortal por el alba de la gracia recobrada.
En las familias, a la noche de la indiferencia y de la frialdad debe suceder el sol del amor.
En los campos de trabajo, en las ciudades, en las naciones, en las tierras de la incomprensión y del odio, la noche debe iluminarse como el día, “nox sicut dies illuminabitur”; y cesará la lucha, brillará la paz.
¡Ven Señor Jesús!
La humanidad no tiene fuerza para quitar la piedra que ella misma ha fabricado, intentando impedir tu vuelta. Envía tu ángel, oh Señor, y haz que nuestra noche se ilumine como el día.
¡Cuántos corazones, oh Señor, te esperan! ¡Cuántas almas se consumen por apresurar[3] el día en que Tú sólo vivirás y reinarás en los corazones! ¡Ven, oh Señor Jesús! ¡Hay tantos indicios de que tu vuelta no está lejana!
¡Oh María, que lo viste resucitado; María a quien el primer aparecer de Jesús quitó la angustia inenarrable causada por la noche de la pasión; María, te ofrecemos las primicias de este día! Para ti, Esposa del divino Espíritu, Nuestro corazón y Nuestra esperanza. ¡Así sea!
[1] Tomado del Anuario “Petrus”, que al pie de página dice: “L`Osserv. Rom. 22-23-IV-57; AAS vol. 49, página 276-280. Los subtítulos son nuestros”. El original en italiano puede verse AQUI: [2] Léase: “las naciones Católicas”. [3] Nota del Blog: parece esto una clara alusión al hermoso pasaje de San Pedro:“Pero el día del Señor vendrá como ladrón, y entonces pasarán los cielos con gran estruendo, y los elementos se disolverán con gran estruendo, y los elementos se disolverán para ser quemados, y la tierra y las obras que hay en ella no serán más halladas. Si, pues, todo ha de disolverse así ¿cuál no debe ser la santidad de vuestra conducta y piedad para apresurar la Parusía del día de Dios, por el cual los cielos encendidos se disolverán y los elementos se fundirán para ser quemados? Pues esperamos también conforme a su promesa cielos nuevos y tierra nueva en los cuales habite la justicia. Por lo cual, carísimos, ya que esperáis estas cosas, procurad estar sin mancha y sin reproche para que Él os encuentre en paz. Y creed que la longanimidad de Nuestro Señor es para salvación…” (II Pedro III, 10 ss).