quinta-feira, 10 de janeiro de 2013

La caridad para con el prójimo



Robert de Langeac
La vida oculta en Dios

Sin la bondad que da la caridad, no puede existir el consuelo. Si vamos a visitar a alguien que no sufre, no comprenderá nuestras penas; nuestras confidencias le fastidiarán y sentiremos que nuestros sufrimientos no han sido compartidos. Si visitamos a alguien que sufre, insistirá sobre sus propios males; tan sólo las almas verdaderamente caritativas comprenden y comparten así las penas de los demás.

No buscan las cosas que consuelan, sino que, como dice San Pablo, se hacen todo para todos.

A pesar de nuestra buena voluntad, solemos hacernos sufrir mutuamente, nos rozamos y nos herimos sin querer, pero de modo muy real: In multis offendimus omnes. Tenemos que ser fuertes para inmolamos por la salvación de nuestros hermanos, para llevar nuestra cruz y para llevar la cruz de los demás. Tenemos que ser fuertes para continuar amando con todo nuestro ser a nuestros hermanos y a nuestro Dios. Si nos esforzamos para adquirir, por actos multiplicados de caridad, más pureza, más simpatía y esa generosidad que no se paga de palabras ni se alimenta de ilusiones, sino de inmolaciones y de sacrificios, nuestro corazón
llegará a ser cada vez más semejante al de la Bienaventurada Virgen María.

Nosotros valemos, sobre todo y ante todo, por el corazón. «A la tarde (de la vida) te examinarán en el amor». Dios nos preguntará cómo hemos empleado ese poder de amar. Pues en definitiva, lo que nos clasifica no es la inteligencia, sino el amor. Si durante toda nuestra existencia hemos procurado hacer flexible nuestro corazón, llenarlo de mansedumbre y de comprensión, nuestro poder de amar llegará a ser fuerte, vigoroso, capaz de llevar las más pesadas cruces.

Tratad de agradar a todos y en todo. Haced todos los pequeños servicios que podáis.

Reflexionad antes de hablar y de obrar para evitar lo que se llama la proyección del propio yo sobre el yo de los demás, lo cual falsea el punto de vista.

Disminuid los defectos, reales o no, y agradad las cualidades. Llegaréis así a ver con exactitud, es decir, como Dios. «Señor, haz que yo vea como Tú, para que ame como Tú amas».

Poneos sobre los ojos los espejuelos de la caridad. No os importe que, a veces haya un pequeño error objetivo; el daño nunca irá muy lejos.

Tratad de hallar siempre a los demás buenas intenciones. Más vale equivocarse en este sentido que en el otro.

Toda comparación puede ser odiosa si obliga a sacrificar sus términos. No lo hagáis. Poneos en el penúltimo lugar sin pensar en el puesto y el valor de los demás.

No discutáis cuando sepáis que de ello no resultará ningún bien. Entendeos sobre el terreno de la generosidad y de lo sobrenatural, Pequeñas concesiones pueden hacer grandes bienes, sobre todo cuando se trata de almas que tienden a un gran ideal sin verlo siempre del mismo modo. Dilatentur spatia caritatis (la caridad ensancha los corazones) y los libera. Tratad de poner lógica en vuestro pensamiento, luego en vuestra vida. En cuanto a ponerla en el pensamiento de X... o de Y..., eso es cosa de Dios. Pedídselo y conservad la paz.

Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad. Lo mejor sería no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar con una real indulgencia.

Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los demás antes de hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las observaciones que cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de que hay esperanza de fruto, al menos en el porvenir, y si no, absteneos de momento.

Dejad a cada uno la impresión de que tenéis de él un gran concepto. Borraos lo más posible, pero sin parecerlo. Poned delante a los demás. Dadles ocasión de hablar e interesaos en lo que dicen.

Nuestro celo debe ser ardiente, pero iluminado. Si comprobamos que es apasionado, deberemos moderarlo, pues tiende a ser ciego en la medida en que es apasionado. Ése es el consejo de la razón y de la experiencia.

No os detengáis en las causas segundas, de los actos o de las intenciones ajenas, sino ved más arriba a Dios, que os pide humildad, paciencia y caridad.

Debernos distinguir siempre lo objetivo de lo subjetivo, lo exterior de lo interior. Pues dejada aparte la responsabilidad anterior, eso es lo que cada cual quiere y ve en el mismo momento que importa, y eso sólo Dios lo conoce verdaderamente.

Entonces uno está juzgado ya, pero por Él sólo. He ahí lo que nos hemos de repetir continuamente para comprender, o al menos soportar, lo que a veces nos parece contradictorio en la vida práctica.

El alma interior jamás se burla de nada ni de nadie. No ve los defectos de los hombres ni las minucias de las cosas, o si las ve, no los subraya con risa irónica y malvada. Sin duda que algunas veces sonríe, pero con sonrisa llena de mansedumbre, de benevolencia y de gracia. Por lo común, su palabra es sosegada, incluso grave. Sentimos que se mantiene bajo la mirada y en la intimidad de Dios. Sucede así, efectivamente, con todas sus conversaciones, como con todos sus afectos, con todos sus pensamientos y con toda su vida.

Sería importante desentrañar lo que repele en nuestra manera de obrar para corregimos de ello. ¿Qué resonancia tienen en el alma de los demás nuestras palabras y nuestros actos? Esa es la cuestión.