sábado, 8 de outubro de 2011

LA GESTA DE LOS MÁRTIRES VII

Nota do blogue: Estou divulgando esta série bem interessante publicada no blogue ¡Ven, Señor Jesús! Aos que quiserem acompanhá-la criei um marcador só para ela.

Saudações,
A grande guerra

LA GESTA DE LOS MÁRTIRES VII

Hacia el año 185, en Roma

UN SABIO
APOLONIO


En esta «Acta», hemos suprimido el exordio que era apócrifo, y restablecido el verdadero nombre del mártir, el lugar y género del suplicio. En cuanto a estos pasajes, dejamos pues a un lado la versión griega, y seguimos la versión armenia.

Los diálogos apologéticos que se leerán en esta «Acta» no deben ser tachados de inverosimilitud, a pesar de la escasez de semejantes discursos en las narraciones análogas. Se atienen a los temas habituales de la polémica religiosa de aquella época, y el uso de la taquigrafía explica su conservación. No se halla por otra parte en ellos grandilocuencia alguna, sino una clara y muy personal exposición de doctrina, sin falsa exaltación. Esa firmeza de respuesta y esa sobriedad de pensamiento llegan a veces a la gran elocuencia.

***

Cuando Apolonio compareció, el procónsul Perennis le preguntó: «Apolonio, ¿sois vos cristiano?».

APOLONIO.—Sí, soy cristiano. Por eso honro y temo a Dios que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y todo cuanto contienen.

EL PROCÓNSUL PERENNIS.—Cambiad de opinión, Apolonio, creedme y jurad por la fortuna de nuestro amo, el emperador Cómodo.

APOLONIO.—Escuchadme, Perennis. Mi defensa será sincera y conforme a las leyes. El que cambia de idea para no observar más los justos, saludables y admirables mandamientos de Dios, es culpable, criminal y verdaderamente impío. Mas aquel que cambia de idea para renunciar a la injusticia, al desorden, a la idolatría y a los propósitos perversos, que huye aún de la sombra del pecado, que vuelve para siempre las espaldas a esas miserias, aquél es justo.

El Verbo de Dios, que conoce todos los pensamientos de los hombres nos enseñó esos hermosos y magníficos mandamientos. Ahora bien, Él nos ha mandado no jurar jamás, sino ser sinceros en todas las cosas. Pues la verdad afirmada con un sí, es un gran juramento. He allí por qué es malo que un cristiano jure. De la mentira nació la desconfianza, y de la desconfianza ha nacido el juramento. ¿Queréis sin embargo oírme jurar que honramos al emperador y que oramos por su poder? De buena gana confirmaría esta verdad apelando al testimonio del verdadero Dios, Él que existía antes que los siglos, que no han fabricado manos de hombres, que quiso que en la tierra un hombre mandara a los demás hombres.

EL PROCÓNSUL PERENNIS.—Haced lo que os digo, Apolonio. Cambiad de opinión. Sacrificad a los dioses y a la imagen del emperador Cómodo.

APOLONIO (se sonrió y replicó).—Me he defendido acerca de dos puntos: el cambio de opinión y el juramento. Escuchad ahora, Perennis, lo que tengo que decir referente al sacrificio. Todos los cristianos, y yo junto con ellos, ofrecemos un sacrificio incruento y sin mancha al Dios Todopoderoso, al dueño del cielo, de la tierra y de toda vida. Es el sacrificio de la oración. Y lo ofrecemos en particular por esos hombres dotados de inteligencia y de razón, hechos a imagen de Dios, y que la divina Providencia ha elegido para gobernar el mundo. Por eso, por obediencia a las órdenes de Dios, oramos al Dios del cielo por el emperador Cómodo que reina en este mundo. Pues, estamos bien seguros de ello, y acabo de explicároslo, si el emperador reina sobre el mundo no es a causa de otro hombre, sino debido a la única voluntad del Dios invencible cuyo poder abarca el universo.

EL PROCÓNSUL.—Apolonio, os doy un día de plazo para reflexionar. Es para vos cuestión de vida o de muerte.

Tres días después, nuevo interrogatorio. Era en medio de una muchedumbre de senadores, de miembros del concejo y de filósofos célebres. El procónsul llamó al acusado y dijo: «Que se lean de nuevo las actas de Apolonio».

Luego que las leyeron, PERENNIS (preguntó).—¿Qué habéis decidido, Apolonio?

APOLONIO.—Seguir siendo fiel a Dios, como lo habíais previsto y consignado en autos.

EL PROCÓNSUL.—Cambiad de opinión, creedme. El decreto del senado es formal. Rendid homenaje a los dioses, adoradles como lo hacemos todos y vivid con nosotros.

APOLONIO.—Conozco el decreto del senado, Perennis, soy adorador de Dios, y no puedo venerar ídolos hechos con mano de hombre. Por eso jamás adoraré oro, ni plata, ni bronce, ni pretendidas divinidades de madera o de piedra incapaces de ver o de oír, trabajos hechos por obreros, plateros o torneadores, cinceladuras salidas de manos de hombres y que no tienen vida. Mas el Dios que está en el cielo, he allí mi Dios. A Él sólo adoro, Él que ha puesto en todos los hombres un alma viviente y que, cada día, les derrama la vida. No hay peligro, Perennis, que yo vaya a envilecerme ahora y a precipitarme más abajo de vuestras miserias; pues vergüenza es adorar a lo que es igual al hombre, mucho más, a lo que es peor que los demonios.

Pues pecan, los desdichados hombres, cuando adoran el reino de la materia, un bloque de piedra fría, un trozo de madera agostada, un metal pulido o huesos sin vida. ¡Qué locura en ese error!
El mismo extravío ocurre entre los egipcios que adoran –entre muchas suciedades− ¡una cubeta o, como se dice vulgarmente, un pediluvio! ¡Qué locura en esa falta de educación! Son también los atenienses, que aún en nuestros días, veneran una cabeza de buey hecha de bronce a la que llaman la fortuna de Atenas. Ya ni siquiera pueden orar más a sus propios dioses.

Todas esas miserias no pueden hacer sino mal a las almas que creen en ellas. ¿Por ventura, valen más ídolos que algo de arcilla cocida o que una vasija de barro rota? Y oran a estatuas de dioses que ni siquiera son como nosotros y que no pueden oír nada, implorar nada, conceder nada. Su apariencia no es sino una mentira. Tienen oídos y no oyen, ojos tienen y no ven, manos tienen y no las tienden, pies tienen y no caminan. Pues la apariencia de un ser no es el ser mismo. ¡Y Sócrates debía burlarse de los atenienses cuando juraba por el plátano, un árbol de los campos!

En segundo lugar, los hombres pecan aún cuando adoran vegetales. El dios de los Pelusianos es la cebolla y el ajo, ¡todas ellas cosas que pasan en el cuerpo y son arrojadas a la cloaca!

En tercer lugar, los hombres pecan aún contra el cielo, cuando adoran animales, el pescado y la paloma o como en el país de los egipcios, el perro y el mono, el cocodrilo y el buey, el áspide y el lobo, figuras de sus propias costumbres.

En cuarto lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran seres dotados de la palabra, hombres, o más bien demonios por su maldad. Llaman dioses a hombres de antaño. Testigos, sus propias leyendas: Dionisio despedazado, Hércules quemado vivo y Leo sepultados en Creta. Eso es lo que ellos narran y explican los nombres de los dioses según significado de las leyendas, hasta tal punto que los mismos nombres de sus divinidades se fundan en fábulas.

Entonces ¡rechazo toda esa impiedad!

PERENNIS.—Apolonio, el decreto del senado prohíbe ser cristiano.

APOLONIO.—Mas el decreto de Dios no puede someterse ante el decreto de los hombres. Matad pues despreciando la justicia y las leyes a los que tienen fe en Dios y nada malo han hecho; y cuantos más matéis entre ellos, tanto más Dios aumentará su número. Quiero que lo sepáis, Perennis: de igualmodo, para todo hombre, reyes, senadores o poderosos del mundo, ricos o pobres, hombres libres o esclavos, grandes o pequeños, doctos e ignorantes, para todos, Dios ha decretado la muerte y, después de la muerte, el juicio.

Mas el modo de morir no es igual para todos. Así, en nuestras filas, los discípulos de Cristo mueren cada día al placer; mortifican sus pasiones con la templanza y quieren vivir según los preceptos divinos. Y debéis creerme, Perennis, no miento. En nuestra vida, no hay vestigio de goce desenfrenado; desviamos la mirada cuando la solicita un espectáculo vergonzoso y rehusamos oír las palabras tentadoras. Pues queremos guardar nuestra alma intacta. Practicando semejante regla de vida, ya no creemos sea doloroso morir por el verdadero Dios que nos ha hecho lo que somos. He ahí por qué arrostramos todos los suplicios con el fin de no morir de la muerte eterna.

En la vida como en la muerte, pertenecemos al Señor. La fiebre o la disentería pueden matarnos a cada instante. ¡Matadme, para mí será como si muriese de una de estas enfermedades!

PERENNIS.—¿Con esas ideas, debéis amar la muerte, Apolonio?

APOLONIO.—Amo la vida, Perennis, mas el amor para con ella no me hace temer la muerte. Pues nada mejor que la vida, la vida eterna, la vida que se vuelve inmortalidad para el alma cuyos días aquí en la tierra fueron buenos.

PERENNIS.—Ya no entiendo nada de ello e ignoro todo cuanto me decís acerca de vuestra religión.

APOLONIO.—¿Cómo podrían reunirse otra vez nuestras almas, Perennis? Desconocéis las maravillas de la gracia. Pues la verdad del Señor llega solamente al alma vidente, así como la luz a los ojos sanos. Vana es la palabra para con los que no pueden comprender, vana la luz para con los ciegos. Se interpuso entonces un filósofo cínico: «Apolonio, guardad para vos vuestras injurias −dijo−. Estáis desvariando, aunque sin duda os creéis instruido».

APOLONIO.—He aprendido la oración y no la injuria. Y a pesar de los vanos y largos discursos que podríais pronunciarnos, vuestro reproche manifiesta bien la obcecación de vuestra alma. Pues la verdad parece una injuria a los que no pueden comprenderla.

PERENNIS.—Sabemos, nosotros también, que el Verbo de Dios ha engendrado los cuerpos y las almas de los justos, ese Verbo que ha hablado y enseñado del modo que le placía a Dios.

APOLONIO.—Ese Verbo, es nuestro Salvador, Jesucristo que se ha hecho hombre en Judea. Era justo en todas las cosas y lleno de la sabiduría divina. Por amor hacia los hombres, nos ha hecho conocer al Dios soberano y que ideal de virtud convenía a nuestras almas para que vivieran santamente. Con sus sufrimientos ha quebrantado la enfermedad del pecado. Nos ha enseñado a dominar nuestras pasiones, a moderar nuestros deseos, a disciplinar nuestras alegrías, a abreviar nuestros pesares. Su doctrina era el amor del prójimo, la caridad siempre creciente, el desapego de las vanidades y el perdón de las injurias. Por respeto a la justicia, nos ha pedido despreciáramos la muerte, no porque seamos culpables sino porque de ese modo soportamos la injusticia de los culpables. Nos ha dicho aún obedezcamos a su ley, respetemos al emperador, honremos a Dios, el único y el inmortal, creamos en la inmortalidad del alma, aguardemos el juicio después de la muerte, y esperemos la recompensa de los trabajos de la virtud, después de la resurrección prometida por Dios a aquellos cuya vida fue santa. He allí las enseñanzas terminantes de Cristo que ha apoyado en numerosas pruebas. Él mismo adquirió gran fama de virtud, mas fue odiado de aquellos que no lo comprendieron, como habían sido odiados antaño los justos y los filósofos. Pues los justos molestan a los malos. Es así como los insensatos, según la Escritura, claman en su injusticia: «Encarcelad al justo, pues él nos importuna». Y lo mismo entre los griegos, se cita estas palabras de un filósofo: «El justo será azotado, torturado, arrojado a la cárcel. Le quemarán los ojos y, después de todas esas penas, será empalado». Engañando al pueblo, los delatores en Atenas ya habían hecho condenar injustamente a Sócrates. De ese modo algunos malvados han hecho condenar a nuestro maestro y Salvador, después de haberle detenido.

Tal fue de igual modo la suerte de los profetas que habían predicho muchas maravillas acerca de ese hombre: «alguien, debe venir −decían− que será justo y virtuoso en todo, que derramará sus beneficios sobre todos los hombres, les enseñará la virtud y les convencerá que honren al Dios del universo». A Él se dirigen entonces nuestras fervientes adoraciones. Pues hemos aprendido a andar según su ley santa que ignorábamos hasta entonces, y no nos hemos extraviado.

Supongamos aún sea un error, como decís, creer en la inmortalidad del alma, en el juicio después de la muerte, en la recompensa en la resurrección y en el juicio de Dios. Abrazaríamos de buena gana ese error, que nos ha enseñado a vivir bien y nos sostiene con la esperanza, a pesar de los males presentes.

PERENNIS.—Creía, Apolonio, que en lo sucesivo renunciaríais a esas ideas, y esperaba veros honrar a los dioses junto con nosotros.

APOLONIO.—Y yo esperaba que esos juicios acerca de mi religión os ayudarían, que mi defensa abriría los ojos de vuestra alma y que vuestra mente daría frutos. Creía induciros a adorar al Dios creador de todas las cosas y pensaba que, cada día, haríais subir hacia Él vuestras oraciones y el sacrificio incruento de la limosna y de la caridad, que es puro a sus ojos.

PERENNIS.—Quisiera libertaros, Apolonio. Mas la orden del emperador me lo impide. Por lo menos seré humano en la aplicación de la pena.

Y lo condenó a ser decapitado.

APOLONIO.—Perennis, por vuestra sentencia que me trae la salvación, doy gracias a mi Dios junto con todos los que han confesado al Dios Todopoderoso y a su hijo único Jesucristo y al Espíritu Santo.


Fuente: Pierre Hanozin, S.J "La Gesta de los Mártires". Editorial Éxodo. 1era Edición.
Próximo Martes: El Martirio de Perpetua y Felícita

PS.: Mantenho os grifos.